Compañero eterno

82 5 3
                                    

Llegué a mi habitación llorando y me senté en el suelo, contra la puerta, para descargar las lágrimas que quemaban mis ojos. Un niño de tez blanquecina, casi azulada, se acercó a mí y se sentó a mi lado. Era tan, tan blanco, que parecía que fuese transparente. Le eché una mirada y seguí llorando.

—¿Qué te pasa? He escuchado jaleo en el salón—preguntó con una vocecilla profunda.

—El Víctor, me ha vuelto a quitar mis juguetes—sollocé, enfadada con mi hermano gemelo.

—¿En serio? —asentí varias veces—. Mi hermana también me hacía eso.

—Sí, pero tu hermana no está aquí—me quedé un momento en silencia—. ¿Por qué viniste aquí? ¿No te gustaba tu casa?

El niño, que era apenas un año menor que yo, se encogió de hombros y sonrió.

—¿Quieres jugar?

Las lágrimas se detuvieron y sonreí feliz, volviendo a asentir. No tenía muchos amigos en el colegio, así que cuando llegaba a casa siempre jugaba con él. Se llamaba Fantasmita, o así le puse yo, y era con diferencia el mejor amigo del universo. Me explicó un montón de historias de donde él venía, lugar que nunca supe descifrar con exactitud. Me explicó también su familia y sus amigos. Y yo también se lo expliqué todo. Y era entonces cuando yo era feliz, lejos del constante vacío en la escuela, lejos de ser "la hermana menor" por haber nacido cinco minutos después. Lejos de absolutamente todo. Solos él y yo, pasándolo bomba.

—¡Paula, nos vamos! —gritó mi madre y yo me di prisa en salir de casa.

—¡Ya voy, Fantasmita no encontraba su gorra!

Mi madre sonríe tiernamente, aunque no logro comprender muy bien el porqué, y nos dirigimos directamente hacia el coche. Hoy vamos a visitar un sitio con muchos pájaros, y estoy realmente emocionada. Entro en el coche y me pongo el cinturón. Luego se lo pongo a Fantasmita, que se sienta en medio, y los comentarios de mi hermano no tardan en aparecer.

—¿Qué haces? El asiento está vacío.

—Víctor, déjala—habla mi padre a tiempo, y yo pretendo no haber escuchado nada.

¿Cómo que el asiento está vacío? Fantasmita está sentado en él, claramente. Lo miro a los ojos, a esos grises y apagados ojos, y le sonrío feliz. A pesar de todo, aún me queda mucho que aprender sobre él, pero estoy dispuesta a saberlo todo. Porque él es mi amigo.

Mi único y mejor amigo.

Mi alma gemela.

Mi compañero en la eternidad.


-10 años después-


Le estoy echando queso a los tallarines. Una cucharada, dos, tres, hasta que mi madre me dice que pare. Entonces dejo la cazuelita sobre la mesa y empiezo a comer. Mi madre me mira fijamente, como pensativa, y yo levanto la mirada de forma interrogante queriendo saber qué es eso que tanto mira. ¿Tengo tomate en la nariz?

—Paula—finalmente me llama la atención, y yo dejo de comer por un momento—. Tú... ¿te acuerdas del Fantasmita?

Todo se queda en silencio mientas mi mente va procesando recuerdo por recuerdo, buscando aquel amigo. No encuentro nada.

—Bueno... sé quién es, algo recuerdo de que era mi amigo imaginario o algo así, pero lo que es acordarme de él no me acuerdo—contesto y dejo el tenedor en la mesa, interesada por la conversación.

—Pero... ¿lo veías?

—Creo que sí.

—¿Y cómo era?

Esta pregunta me cuesta un poco más responderla, pues me quedo un buen rato pensándola.

—No me acuerdo—digo finalmente.

—Te pedí que lo dibujaras—confiesa.

—¿Ah, sí? —asiente con una sonrisa en los labios—. ¿Y qué dibujé?

—Nada claro, la verdad. Parecía Casper.

Suelto una pequeña carcajada por la comparación. Me gustaba dibujar, pero eso no quería decir que lo hiciera bien.

—¿Tú me creías o pensabas que estaba loca? —pregunto intrigada.

—Pensaba que tenías mucha imaginación.

—Buena respuesta—digo divertida y ella me sonríe con dulzura.

—Acaba de comer que tienes que ordenar tú habitación—suelto un bufido al escuchar eso, siempre fastidia los momentos—. Venga, Paula. No seas tan vaga...

—Pero si la ordené ayer—me mira incrédula y yo aparto la mirada—. Bueno, a medias.

—Venga, cuanto antes empieces antes acabarás.

Con esta frase se acaba la conversación y yo me acabo rápidamente el gran plato de tallarines que tengo delante. No quiero ordenar la habitación, realmente me da muchísima pereza, pero si no lo hago la bronca será aún peor. Soltando un suspiro de resignación me levanto de la mesa y me voy a mi dormitorio, empezando a dividir la ropa entre sucia y limpia.

Entonces, de repente, siento un escalofrío por la espalda y una sensación que se me hace muy familiar. ¿Estoy alucinando? ¿La conversación me ha sugestionado? No, yo realmente he sentido eso. Lo he sentido tan real que da miedo... Aprieto sin darme cuenta la camiseta que estaba a punto de separar en el montón de ropa sucia y cojo aire lentamente. Bueno, no pierdo nada por intentarlo, ¿no? Y si es mi imaginación simplemente no pasará nada.

—Hola...—susurro temblorosa, sintiendo como el corazón se me ha disparado a mil por hora con aquella simple palabra.

Entonces pasa.

No es un simple escalofrío como antes, no. Ahora, todos y cada uno de los vellos de mi cuerpo se ponen de punta, haciendo que de repente me sienta flotando. Sonrío como una idiota y sigo separando ropa, feliz de que mi compañero eterno siga conmigo.

Y que me acompañe por muchos, muchos años más.



Bueenas

Como veréis esta historia es un poco... especial. Solo aquellas personas que me conocen profundamente sabrán hasta qué punto puede llegar la realidad, pareciendo fantasía. Esto es algo personal y lo he estado guardando durante mucho tiempo, creo que ya es hora de sacarlo a la luz.

Se despide,

Kanade

RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora