Matrioska

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Cuando un alma se rompe necesita el consuelo de algo irracional y místico para seguir adelante, incluso si esa alma desamparada sabe que su bastón es algo imaginario, algo que no es real. Pero aun así siente la terrible necesidad de creer ciegamente en aquello que su propio corazón ha creado. Nada más que eso.

El mundo de almas rotas está lleno. A veces es difícil encontrarlas, pues quizá ni la propia persona es capaz de darse cuenta nunca, pero cuando un alma se recompone la satisfacción invade aquel cuerpo maltratado por la vida y, junto a ella, conviven en paz hasta el final de los tiempos. Dicen que cuando un alma se cura la persona, sin saber por qué, sonríe. Sonríe y sonríe, y no puede dejar de sonreír. Una vez que un alma ha sido rota y reparada se vuelve más fuerte, hasta el punto que difícilmente puede ser rota de nuevo.

Pero... ¿cómo se reparan, entonces, esas almas?

¿Cómo se deja de sufrir definitivamente?

Nadie lo sabe.

Y, por desgracia, algunas de estas almas destrozadas son incapaces de arreglarse jamás, y tienen que vivir con el consuelo de aquello irracional por el fin de los tiempos. A veces, tristemente, el consuelo se queda corto, o se olvida, y las almas quedan perdidas para siempre...

Así pues, no es de extrañar que algunas personas se aferren a su consuelo con todo su corazón, intentando evitar en todo lo posible que sus almas, deterioradas, se desvanezcan para siempre.

Voy a contar una historia sobre un pobre hombre llamado Edik Ivanov.

Para explicar el inicio de este relato hemos de viajar hasta 1851 donde, en un frío y desolado pueblucho del gran imperio ruso, nacía a la luz de las velas de aquella casita de madera nuestro protagonista. Hijo y nieto de los mejores carpinteros de la zona, Edik creció rodeado del noble arte de aquel meticuloso trabajo. No obstante, si bien le gustaba, él estaba interesado en hacer cosas un poco más distintas. Mientras que su abuelo y su padre se dedicaron a crear muebles y muebles para todos sus vecinos el pequeño Edik descubrió algo que le llamaba más la atención.

Las muñecas.

Con aquellas mejillas sonrosadas y esos ojos gigantescos. Siempre con una sonrisa en la cara y una mirada sincera.

Era un niño especial. Su creatividad siempre había sido admirable, era una persona con inquietudes y sueños, nunca estaba quieto si debía hacer algo. A la edad de los siete años hizo su primera muñeca él solo. Era rubia como su madre y con los ojos azules como su padre, o al menos eso era lo que él siempre decía. Llevaba un vestido largo, de un intenso azul ultramar con puntitos blancos, y en la zona del pecho tenía cosido un recorte carmesí con forma de corazón. A Edik le encantaba esa muñeca porque decía que estaba viva, que él le había dado vida.

Creció y siguió haciendo muñecas. Tan bueno era en ello que a los doce años abrió su propio taller. Pronto sus creaciones se hicieron famosas en aquel pueblo, y todos los niños querían una. El alma de Edik no podía sentirse más plena. Los años siguieron pasando y decidió que su oficio sería aquel. Dedicaría su vida a crear muñecas. Pero lo que lo hacía tan interesante era que aquellas muñecas no eran normales y corrientes. No, eran especiales. Con tanto cariño las hacía que dejaba parte de él en todas y cada una de ellas. No las creaba por el cliente, las creaba por ellas mismas. Él quería tener la habilidad de brindarle vida a unas cuantas piezas de madera. Quería mirarlas a los ojos y saber que estaban agradecidas, y esa actitud fue la que lo llevó a su éxito.

Pero el éxito no fue bueno.

A los dieciséis años decidió mudarse a Moscú para agrandar su negocio pero, por alguna razón, no le funcionó. Algo no salía bien cuando las creaba, no sentía que estaba formando una nueva vida, sino que estaba juntando un puñado de piezas para darle forma a una triste muñeca. Ya no sonreían, ni sus ojos brillaban, y pronto dejó de coserles aquel corazoncito en el pecho, pues él sentía que aquellas muñecas no lo poseían. Era como si la ciudad, de alguna manera, las estuviera matando. Así que, sin pensárselo dos veces, volvió a su pueblo natal con la mayoría de edad recién cumplida y un montón de muñecas vacías en la maleta que, por alguna razón, no quiso abandonar.

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