Humo

143 6 3
                                    

La luna llena iluminaba el firmamento a las tres y media de la madrugada. En aquella habitación solo se podía distinguir el tic tac de mi reloj de pared, que a decir verdad nunca me había gustado, y el repicar de las teclas de mi vieja y sucia máquina de escribir mientras relataba y ordenaba por puntos mis últimas y más sinceras voluntades. Hacía ya tres horas que reposaba sobre la mesa una taza de café a medias, la cual había sido sustituida por un vaso de whisky, rellenado unas cinco o seis veces a lo largo de la noche. El humo de mi cigarrillo, silencioso en el cenicero, se esparcía y desaparecía por encima de mi cabeza. Indomable, como si presumiera de ser indiscutiblemente imposible de atrapar con las manos. Me estiré, la espalda había comenzado a dolerme, pero yo seguía escribiendo. Relamí mis labios resecos y cortados y llevé el cigarro a mi boca, como si aquello fuera lo único que me mantenía despierto. El sonido de mis uñas rascando la barba de tres días que siempre me salía sin importar cuánto me afeitara opacaron el repicar de las teclas y el tic tac del reloj por unos segundos, aunque de vuelta volvieron a dominar la estancia. Mis ojos se movían cansados por el papel y mis ojeras pedían a gritos que me fuera a dormir, pero seguía escribiendo.

¿Y por qué hacía esto?

Hacía apenas un par de meses me habían detectado una enfermedad terminal muy común en las personas de mediana edad, los médicos habían dicho que no duraría mucho tiempo, así que me propuse cumplir todos los deseos que tenía pendientes, o al menos tantos como me fuera posible. Aunque me topé con el pequeño inconveniente de no tener ni tiempo, ni dinero para hacerlo. Además mi cuerpo no se encontraba en condiciones de vivir ninguna aventura como las que había ideado con tan solo trece años de edad. Y es que después de todo mi vida siempre había sido soñar, crecer y comprender que aquello no podía ser posible.

Miré de reojo el reloj: las tres y cuarenta y seis.

Realmente lo odiaba, ni siquiera sabía por qué seguía colgado de mi pared.

Julia, mi ex mujer, solía decir que le encantaba. Era viejo, pero a ella las cosas viejas siempre le habían gustado. Dejé por un momento de escribir y pensé en ella. En cierto modo sí podía entender por qué lo conservaba, y es que irremediablemente me recordaba a ella. Su sonrisa, sus ojos... Hice una mueca y los recuerdos se volvieron amargos. También me recordaba a aquella insoportable vocecilla que ponía cada vez que volvía de pasarlo bien con aquel tal Daniel. ¿Qué clase de nombre era Daniel? ¿Y por qué me había dejado por él? ¿Qué tenía él que yo no tuviera? Volví a teclear con una rabia mal contenida mi relato. Bueno, era guapo, listo, amable y romántico. Comprendía que dejara a un hombre frustrado y alcohólico por un chico como él, pero eso no apagaba mi enfado ni mucho menos. ¿Y qué si mi vida había sido difícil y estaba un poco amargado? Dejé de escribir y le di una larga calada a mi cigarrillo, para después soltar el humo lentamente. Está bien, Julia era agua pasada, pero cada vez que miraba aquel reloj o intentaba quitarlo de la pared sentía como mi estómago se encogía y mi corazón se volvía cenizas. Junto a un cansado suspiro seguí escribiendo.

"Por lo tanto, y tras lo último mencionado, dejo todas mis pertenencias a..."

Volví a apartarme del teclado. Ahora que lo pensaba, no tenía a nadie a quien dejarle lo poco que me quedaba.

Mi padre había muerto cuando yo apenas gateaba, y mi madre se fue hacía relativamente poco, asfixiada entre los escombros de un edificio derruido por culpa de una penosa arquitectura. Hacía años que no me hablaba con Julia, ni me apetecía hacerlo y mucho menos dejarle algo mío. No tenía hijos tampoco, y todos mis amigos se habían apartado de mí como de la peste cuando comencé a beber de forma un tanto obsesiva.

Era evidente que no podía estar más solo.

Carraspeé, un tanto afectado por aquel pensamiento, y seguí escribiendo.

"Por lo tanto, y tras lo último mencionado, dejo todas mis pertenencias al convento de las Hermanas de la Caridad".

Sonreí.

Había ido de vez en cuando a aquel convento cuando era pequeño, y no sé por qué me vino a la mente en aquel momento, pero me pareció una buena idea.

Al menos así estaría en paz con Dios.

Le di otra calada a mi cigarrillo y seguí escribiendo. Ahora que lo pensaba nunca había sido una persona solidaria. En mi vida había donado sangre, por ejemplo, y menos cuando encontré la excusa de llevar constantemente alcohol en mis venas. Siempre que veía a algún desgraciado pidiendo limosna por la calle apartaba la vista y me hacía el loco, como si el pobre, encima de pobre, fuera tonto. En mi penoso trabajo de diez horas diarias, cinco días a la semana, apartaba a todos aquellos que intentaban socializar conmigo. En el fondo no es que quisiera ser una persona hostil o desagradable, era solo que por alguna razón me sentía tan destrozado por dentro que no creía posible que nadie pudiera ayudarme en mi demente cordura.

Aspiré mal el humo del cigarro y me atraganté, comenzando con una ruidosa tos seca. Perfecto, cuarenta y nueve años fumando, nada más y nada menos que desde los ocho años, y seguía atragantándome con el humo. Más inútil no podía ser.

Eché un vistazo al testamento, ya quedaba poco.

"Espero que el mundo siga rodando con la falta de mis pies sobre él.

En Madrid a 12 de febrero de 1963"

Un vacío me invadió desde dentro y mis huesos se congelaron por el frío que, ahora que lo notaba, se colaba por la ventana entreabierta.

Saqué el papel de la máquina y lo dejé sobre la mesa, al lado del vaso de whisky vacío. Me levanté de aquella incómoda silla aún con el tic tac del reloj acribillando mis oídos. Miré de reojo la ciudad encendida bajo la imponente oscuridad de la noche y mis ojos, por unos segundos, brillaron. Aquella vista siempre me había gustado, y sabía que tenía las veces que la pudiera volver a ver contadas. Me masajeé vagamente el hombro para aminorar el dolor y cerré los ojos sintiendo como el sueño comenzaba a pesar.

Fue entonces cuando, de repente, el teléfono empezó a sonar.

Di un respingo y lo miré con los ojos desorbitados. ¿Quién demonios llamaba casi a las cuatro de la madrugada? Me lo quedé mirando unos segundos, indeciso de si cogerlo o no, y me acerqué lentamente. Ya que el timbre del teléfono me estaba torturando de mala manera decidí descolgar.

-¿Diga?-pregunté con una voz ronca y la garganta seca.

-¿Hola? ¿Señor López?-escuché la cansada y monótona voz de mi médico.

-Sí, soy yo...

-Mira, soy el Dr. Ruíz. Siento llamar a estas horas, pero he estado revisando las pruebas que le hicimos por enésima vez y nada, que no hay manera de encontrar lo que me hizo pensar que tenía aquella enfermedad. Está más sano que un niño chico, al igual que le dije la semana pasada, y la otra, y la anterior...-esperó un momento a que articulara alguna palabra, pero mis labios no se movieron-. Bueno, le dejo que tengo trabajo. Buenas noches.

Colgó, y yo tras él.

¿Después de todo lo que había sido mi vida me pedía que siguiera con ella?

Miré el testamento y lo releí.

Perfecto.

Era más que obvio que el médico mentía, para no preocuparme supongo. Dentro de unas semanas me moriría, estaba seguro. Solo tenía que seguir esperando aquel momento.

Sí, no podía ser de otra manera.

Después de todo morir era lo único interesante que me quedaba por hacer.


RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora