Frío

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Los copos de nieve se agrupaban en el suelo de las calles, desiertas, tiñendo el paisaje de blanco y congelando el aire. Todo el mundo estaba en su casa, con la chimenea encendida y celebrando la tan esperada Navidad con toda la familia. Reunidos, alrededor de una larga mesa repleta de manjares, disfrutando todos de aquella fiesta con música y amor.

Bueno, todos menos una revoltosa persona que pululaba por las calles tiritando de frío.

Ludwig era un joven de unos cortos dieciséis años que había escapado de casa por una infantil rabieta con sus padres. Mientras todo Berlín celebraba la noche en familia él caminaba por la nieve, con los pies helados por la ventisca, y se lamentaba por haber reaccionado de aquella manera. Pero no, su orgullo le impedía volver a casa como si nada hubiera pasado. Él creía que ya era un hombre y como tal no se rendiría ante sus progenitores tan fácilmente. Todo había comenzado con la clásica discusión de su padre de por qué no entraba en el ejército. ¿Por qué le molestaba tanto que Ludwig quisiera seguir por el camino de la música? Vale, puede que aquello no diera el dinero que necesitaban. Y vale, puede que estuvieran en tiempos difíciles y no era momento de dedicarse a ello, pero al fin y al cabo era lo que le gustaba y no pensaba dejarlo para ir a la guerra. Recordó de forma amarga cómo su padre se había puesto hecho una furia cuando le dijo que quería ser pianista. Un hueco se creó en su estómago y apretó el paso de sus pisadas, caminando con rabia mal contenida.

Sabía que debía dejar de vivir en las nubes, y había intentado dejar su afición. Pero no podía, y se sentía inútil por no poder dejar de lado aquello que, indirectamente, le daba la vida. Su conciencia le repitió que madurara, haciendo que aún caminara más rápido. Le dolía la cabeza, y además la presión en el pecho era casi insufrible. Paró de golpe y comenzó a dar patadas en el suelo, para seguido volver a caminar sin rumbo aparentemente fijo. A su lado pasaron un grupo de militares, tiesos como velas, que ni siquiera le dirigieron la mirada. Se preguntó por un momento por qué su padre seguía aguantándolo bajo el techo de su hogar. Después de todo era la vergüenza de la familia, ¿no?

Caminando y caminando salió de la ciudad y se adentró en un bosque. Puso su chaqueta en el suelo y se sentó sobre ella, cerca de un árbol. Cerró los ojos y pensó en ese mundo feliz que había visto tantas veces en la propaganda de su líder. Aún podía escuchar en lo más profundo de su mente las bombas que hacía apenas unas semanas caían sobre su ciudad. Por suerte o por desgracia la guerra se detuvo temporalmente por Navidad. Pero volvería, como el año pasado, con más y más muertos. Un escalofrío le recorrió la espalda hasta la punta de los dedos de los pies, y se acomodó contra el tronco del árbol para relajarse un rato. La ira de su rabieta se había disipado, dejándolo solo con el frío. Comenzó a tiritar mucho más y notó como la nariz se le congelaba. Consciente de que había sido una total estupidez salir de casa en medio de la noche se levantó y decidió volver. Pero tenía otro problema.

Estaba completamente perdido.

Dio una rápida vuelta con la mirada y no fue capaz de ubicarse. ¿Por dónde había venido? Agudizó el oído, pero no pudo escuchar el bullicio de la ciudad. ¿Tan lejos había ido? Comenzó a caminar hacia la derecha sin rumbo fijo, solo intentando volver a la civilización o encontrarse con algún militar que le pudiera ayudar. Pero no, no había camino, ni ciudad, ni nadie que pudiera echarle una mano. Comprendió que estaba incluso más perdido de lo que creía en un principio, y entró en pánico. Apretó el paso y empezó a correr. Tropezó un par de veces con las raíces de los árboles que, imponentes, se alzaban a su alrededor y creaban ese macabro laberinto del que no podía escapar. Al tercer tropezón cayó de bruces al suelo, y entre quejidos y maldiciones, se levantó con la ropa llena de nieve sucia y siguió corriendo. Eso sí, cojeando un poco. Llegó a un claro y removió a base de puntapiés la nieve del suelo mientras trataba a duras penas que las lágrimas no se le saltaran de la frustración. Justo cuando estaba más enfrascado que nunca en su mente, insultándose a sí mismo, escuchó como las ramas de un árbol cercano crujían. Se puso alerta y observó con detención de dónde había venido ese ruido. Se acercó un poco y, entre la maleza, advirtió una deforme sombra. Se sobresaltó y dio un par de tropezones hacia atrás, cayendo finalmente de culo y con los ojos desorbitados. La sombra, poco a poco, se acercó. Salió del bosque y la tenue luz de la luna iluminó un extraño y antropomorfo ser. Tenía unos dientes largos como los de un conejo, unos ojos amarillentos y relucientes, era alto —como de unos dos metros y medio— y tenía un extraño pelaje de un color desagradable. Además, estaba encorvado y una mueca de asco cruzaba su fruncido rostro.

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