Silverpilen

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  El viento se colaba entre los árboles, produciendo un distante silbido. Una helada ráfaga caló en mis huesos e hizo que tiritara del frío. No había pájaros. No había nada. Estaba sola, en el bosque, frente a una vieja y sucia vía de tren. No recordaba cuánto tiempo llevaba ahí quieta, ni cómo había llegado allí, ni porqué... No recordaba mi nombre, ni mi cara, ni mi edad, ni a mi familia. No recordaba absolutamente nada. Miré alrededor y solo encontré árboles y más árboles. Me abracé un poco para entrar en calor y solté una espesa nube de vaho junto a un suspiro. El cielo era gris, oscuro y triste.

De repente, las vías comenzaron a chirriar.

El tren se acercaba.

Me aparté un poco para que no me atropellara y, a lo lejos, vi un cuadrado y plateado tren de ocho vagones. Lo reconocí al instante: era uno de los trenes que había en el metro. Irónicamente aquello era lo único que recordaba. Venía a gran velocidad y, poco a poco, fue frenando. Lo miré extrañada. ¿Por qué paraba en medio del bosque un tren de metro? Las puertas se abrieron, dándome un susto, pero nadie bajó. Miré desconfiada a la gente que había allí dentro. Todos tenían una extraña expresión en la cara, como si algo terrible les hubiera pasado. Sus miradas, vacías, se perdían en algún punto del suelo del vagón. Todos tenían una tez pálida que les hacía parecerse al cielo gris. Las ropas eran de colores apagados. Algo oprimió de forma dolorosa mi pecho y di unos pasos hacia atrás, esperando que el tren siguiera con su rumbo.

Pero nada pasó.

Las puertas no se cerraron. La gente no se movió ni un solo milímetro. El viento pareció detenerse.
Tragué costosamente saliva y, temblando, subí al tren.

Las puertas se cerraron a mis espaldas, y el vehículo se puso en marcha. ¿Quería decir eso que el tren había parado para recogerme a mí? Miré a mi alrededor para comprobar que nadie se había molestado en mirarme. Era como si todo el mundo estuviera encerrado en su propia cabeza.

Insegura, me senté al lado de una señora mayor.

—Perdone... ¿Sabe dónde estamos?

No contestó, como si no pudiera oírme.

Me levanté y caminé por todo el vagón, observando como absolutamente todo el mundo estaba en un extraño trance.

El tren paró en medio de una explanada y, al abrir sus puertas, vi como un señor de mediana edad subía sin ningún tipo de reparo. Como si fuera algo del día a día. El hombre también tenía un extraño tono grisáceo en su piel y vestía completamente de negro. No miró a nadie con aquellos ojos apagados, sino que solo se limitó a sentarse en un asiento y dejar que su mirada se perdiera en el suelo como la de todos los demás.

Me acerqué a él dando tropezones.

—Oiga, ¿a dónde vamos?

Nada.

Ni siquiera me miró.

Finalmente desistí de intentarlo y me senté, incómoda, otra vez al lado de la señora mayor.

Después del hombre entraron tres personas más: Un anciano, una niña pequeña y una mujer joven.

Esta última parada fue en un extraño y desierto pueblo. Todos hicieron exactamente lo mismo que el hombre. ¿Era la única que sentía que algo raro pasaba? Al fin el tren dejó atrás el pueblo y se adentró en los oscuros túneles de metro.

Una imagen fugaz pasó por mi mente, un nombre.

Näckrosen.

Genial, ahí era donde debía bajar. No se porqué, pero sentía que ahí estaba mi casa.

Por desgracia, parecía que el tren no paraba en ninguna.

Kungsträdgåren, Rådhuset, Stadshagen, Solna centrum.

No paró.

Llegó a Näckrosen y tampoco se detuvo. Pasó de largo también en Hallonbergen.

Pero paró en la siguiente: Una extraña estación llamada Kymlinge.

El tren se detuvo y abrió sus puertas. Todas las personas que estaban allí se levantaron casi a la vez sin perder la expresión depresiva. Fueron bajando una a una hasta que el vagón quedó vacío.

Asustada, me acerqué a una de las puertas para observar que el andén estaba completamente desierto.

—¿Dónde se ha ido todo el mundo?—me pregunté a mí misma en un intento de calmar mi pánico.

No sabía que hacer.

¿Bajaba? ¿Me quedaba en el tren?

El corazón comenzó a irme a mil por hora y decidí permanecer en el vagón. No obstante cerré los ojos, aterrada por lo que podría suceder a continuación.

Nada.

No pasó absolutamente nada.

Cuando abrí los ojos ya no estaba en el tren.

Una blanca e intensa luz me cegó, y no fui capaz de ver nada más.

—¡Ha despertado!—gritaba alguien rebosante de alegría—. ¡Cariño, Klara ha despertado del coma!



Inspirado en la leyenda urbana del tren fantasma en Estocolmo.  

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