Sueños

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Como ya todos sabéis, los sueños son el reflejo distorsionado de nuestra realidad. Son nuestros miedos, nuestros deseos y ambiciones llevados al extremo. Muchos han intentado buscar una explicación lógica para ellos. Y si bien algunos dicen haberla encontrado, siempre hay alguien que está en desacuerdo. Al igual que lo que estudian, los sueños, todo se vale y nada es cierto. Me he tomado un tiempo en recopilar gran parte de mis sueños y plasmarlos en papel de la forma más fiel que me ha sido posible.

Y aquí están.

Sin nada más que mencionar, pasen y vean. Os abro las puertas y os invito a entrar en mi caótico mundo.


***


Y ahí estaba, en aquel polideportivo con forma circular. Toda la clase estaba ahí, atenta a las explicaciones que el profesor nos debía dar. Y empezó a llover como nunca antes había visto yo llover. Nos asustamos, obviamente, y nadamos hasta las ventanas que había en lo alto del polideportivo. Esas ventanas que se abren por arriba en vez de por el lado y quedan inclinadas. Además, dado que el edificio estaba hecho de barro y paja, lo cual me acababa de dar cuenta, empezaba a desmoronarse y el agua salía fuera. Teníamos que darnos prisa o el agua bajaría y no seríamos capaces de salir por las ventanas. Una vez fuera comprobamos que todos estábamos a salvo. Nadie se había quedado atrás, yo misma en persona conté los presentes.

Y... estábamos en Alemania.

—¿No habíamos ido a Barcelona? —pregunté a una compañera, alzando una ceja.

—Dicen que nos hemos perdido, tenemos que volver a pie.

Me encogí de hombros, sin darle mucha importancia, y empezamos a andar. Las casas eran bajitas, y todas de color chocolate. De hecho, olían también a chocolate. ¿A caso estaban hechas de chocolate? Algunos se aventuraron a probarlas, y efectivamente, sabían a chocolate. Yo, sin embargo, no me atreví. La gente nos miraba desde sus salones, pues la única pared que no estaba hecha de dulce era la que daba a la calle, la de la fachada. Esta, estaba hecha de cristal. Se reían de algo. Se reían de nosotros. Y eso me estaba poniendo incómoda.

—Oye, vamos a pillar un atasco—propuse a mi amiga, que aceptó sin problema.

Me dirigí a la primera puerta que vi y la abrí, pasando dentro. O fuera. Pues al cruzarla me encontré de frente con la torre Eiffel.

—Anda, estamos en París—observó mi amiga, que llamó al resto de la clase para que cruzaran también.

Bueno, entonces era muy sencillo. Solo debíamos cruzar puertas y puertas hasta llegar a nuestra casa. Entusiasmada, fui escogiendo las puertas al azar por las que quería cruzar. Nueva York, Hong Kong, Marruecos, La Toscana, Helsinki... Pero ni rastro de Barcelona. Incluso en una de las puertas nos estaban esperando un montón de chicos guapos. Era Austria, al parecer. Aunque hablaban español con acento de León. Quisimos cruzar, pero otro grupo encontró la puerta hacia Portugal y decidimos ir al país que estuviera más cerca del nuestro.

Al final acabamos cruzando una puerta que nos llevó de vuelta al polideportivo. Este estaba completamente destrozado por la inundación, claro que ya no era de barro y paja, sino de aluminio y cartón. Cogimos el autocar que llevaba esperando todo el día y nos volvimos a casa.

Por el camino se hizo de noche y pasamos por un pueblo muy curioso. Era famoso en el mundo entero por lo pequeño y estrecho que era, pues de punta a punta solo medía un metro, y su ancho era lo suficiente para abarcar dos hileras de casas y locales diminutas. Aunque también era muy luminoso. Tenía tantas, tantísimas luces, que te cegaba. Llegamos pronto a mi casa y el autocae me dejó en el mismo portal. Mi hermano bajó del autocar primero porque tenía mucha prisa por llegar a casa y yo le seguí, subiendo a pie las setenta plantas que tenía mi edificio. Cuando entré en mi casa pude ver que estaban mis abuelos, que como sabían que hoy volvíamos de una excursión habían venido a vernos. Los saludé con un par de besos y un abrazo. Y entonces escuché a mi madre.

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