Paholainen (1° parte)

577 10 1
                                    

Se masajeó por enésima vez las sienes, suspirando con pesadez. Echó un último vistazo al edificio, observando con remordimiento lo que había causado. Lo que una vez fue su hogar se alzaba en llamas delante de sus oscurecidos ojos.

Y todo por su culpa.

Ni siquiera se dio cuenta cuando, en silencio, una lágrima empezó a descender por su cara.

Apartó la vista, sintiéndo como la ira empezaba a recorrer cada rincón de su fatigado cuerpo. Tampoco pudo evitar pensar en aquellas cosas que dejaba atrás, aquellas sonrisas, aquellas miradas... todo se estaba convirtiendo en cenizas dentro de aquella ostentosa mansión. Poco a poco... lo estaba perdiendo todo. Pareció que el cielo también se había puesto de luto, pues empezó a nevar. Los copos cayeron sobre su cabeza, haciendo que sintiera una sensación de frío por todo su cuerpo. Se ajustó la chaqueta sin sacar las manos de los bolsillos y decidió dar media vuelta.

—El pasado se queda en el pasado...—Murmuró a medida que desaparecía de la oscura avenida.

Cincuenta años después aquel hombre se había convertido en una verdadera leyenda.

-Años después-

Ingrid, una chica proveniente de Suecia, recorría largos quilómetros en tren para llegar a su destino.

Noruega.

Era una muchacha de veintitres años que había decidido ir a trabajar al extranjero. Una aventura que no se había pensado rechazar. Le habían ofrecido trabajo en un teatro, para que cantara todos los sábados al público noruego. Ingrid tenía una voz espléndida que encantaba a todo aquel que la escuchaba. Estaban en los años veinte, en la era del dos mil, y el teatro junto la música rock-pop se había popularizado mucho entre los jóvenes. Algo similar a la antigua ópera, pero con un tono más sencillo. Cuando el tren al fin llegó a su destino, Ingrid bajó costosamente una enorme maleta del vagón. Era una chica delgada y pequeñita, con el pelo ondulando hasta media espalda que relucía con un tono castaño, mientras sus ojos eran dos brillantes esmeraldas. Cuando la maleta al fin salió del vagón, ella dio un saltito y aterrizó en el andén. Recogió la maleta y buscó con la mirada a Haakon, un chico de cabellos dorados y ojos miel que se había ofrecido a hospedarla en su enorme mansión. Haakon le comunicó que la esperaba en una de las cafeterías de la estación y, después de dar varias vueltas, lo divisó apoyado en el escaparate de la Charlotte's Café. Sonriendo, se acercó a él.

—Buenos días... eh...

—Haakon.—Respondió él y la chica sonrió algo avergonzada.—Ingrid, ¿verdad?—Ella asintió.—Bienvenida a Noruega.

Ambos sonrieron.

El chico la condució hacia el aparcamiento y, cogiendo su coche, se dirigieron a la mansión.

Tardaron algo más de media hora en llegar, pero el viaje se hizo bastante ameno. Una vez Haakon hubo aparcado, ambos salieron del coche y caminaron hacia la mansión.

—Bueno.—Dijo Haakon frente a la verja.—Esta será tu nueva casa.—Ingrid la observó estupefacta.

—Es enorme...

Era un verdadero castillo contemporáneo, el jardín se extendía lo que parecían ser quilómetros para Ingrid, aunque seguramente fueran algunos metros. La puerta, hecha de una madera que rozaba la perfección, era también bastante grande. Pero el exterior no se podía comparar con el interior. El vestíbulo era desmesurado. Una descomunal escalera dividía la planta de arriba en ala este y oeste. Del techo colgaba una lámpara gigantesca que parecía estar formada de lágrimas, y todas las largas cortinas ondulaban con sutileza, dándole movimiento a aquella vacía estancia.

RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora