El cubata tenía un precio

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El suelo temblaba bajo sus pies, su pecho retumbaba con cada rítmico bajo de la música y las luces que vagamente iluminaban el lugar dejaban adivinar las siluetas de los cuerpos, dejando el resto a la imaginación. Era una de las primeras veces que Henry iba a aquel bar, con sus dieciocho años recién cumplidos a la espalda. Y a pesar de las pocas veces que había estado bajo esas luces ya había aprendido varias cosas. Una de ellas, y la que pretendía cumplir a rajatabla hasta el final de sus días, es que no hacía falta estar seguro de sí mismo. Con aparentarlo, valía.

Y vaya si lo aparentaba.

Se movía entre todos aquellos chicos, cubata en mano, buscando a alguien interesante. Varias miradas curiosas estaban puestas sobre él, que parecían querer desnudarle con el brillo de sus ojos. Pero no, él no estaba interesado en esos chicos. Su mirada acababa de cruzarse con otra, a unos cuantos metros de distancia, que ardía en deseo. Se mordió el labio inferior, enderezándose, y caminó los metros que les separaban. No hicieron falta palabras entre ellos. Aquel chico, unos cuantos centímetros más alto que él, le guiñó el ojo. Y Henry sintió que le temblaba hasta el alma, casi tanto como lo hacía el suelo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó en un tono alto, intentando hacerse escuchar por encima de la música.

—Tom—contestó el chico, pasando uno de sus brazos por la cintura del más bajo—. ¿Y tú?

—Puedes llamarme Henry.

No, no tenía ningún otro nombre. Henry había sido, era y seguiría siendo siempre su nombre. Pero había algo divertido en presentarse de aquella manera. Aprovechando aquel agarre en su cintura se acercó más a Tom, casi desafiándole con la mirada. El chico captó la indirecta con una rapidez admirable. Se inclinó sobre Henry y le habló al oído, en un tono sensual.

—Te espero en el baño. El último, el de la derecha.

Tom se apartó como si nada hubiera pasado y se alejó del chico. Henry se quedó un momento mirando cómo su silueta se perdía entre las demás, y cuando ya no pudo distinguirle empezó a celebrar.

—¡Toma ya, chaval! —exclamó, haciendo un gesto de victoria.

Bueno, hacerlo en un baño público no era precisamente lo más sofisticado, y era muy probable que después se arrepintiera por caer tan bajo. Pero aquel chico le había gustado, mucho, y no estaba dispuesto a perder la oportunidad. Tomó una gran bocanada de aire, intentó relajarse. Y empezó a caminar hacia los baños. Esquivó manos y comentarios de los chicos con los que se cruzaba, centrado en llegar a su objetivo cuanto antes. Al entrar al baño pudo sentir que la música quedaba lejana, y junto a ella también el bullicio de gente. El alcohol, no obstante, permanecía. Los lavamanos estaban repletos de vasos de plástico y había un aroma fuerte en el ambiente. No estaba seguro si quería saber de qué. De hecho, ya estaba empezando a arrepentirse cuando escuchó ruido fuera. Quizá fueron los nervios, o el estrés. Pero sintió que no podía dar un paso atrás, justo en aquel momento. Se acercó hasta el cubículo que le había indicado Tom y abrió la puerta.

Pero no fue un lavabo lo que encontró.

Allí, frente a sus ojos, se extendía un paisaje tórrido. No era un cartel, no era una foto. Sorprendido, y sin saber muy bien qué hacer, cerró rápidamente la puerta. Ya poco le importó las voces que hablaban cerca de la entrada. Parpadeó un par de veces y volvió a abrir la puerta, encontrándose con el mismo paisaje.

—Esto es imposible—miró su cubata, desconfiado—. ¿Me han drogado?

Repitió lo último un par de veces más, abriendo y cerrando la puerta. Y nada cambiaba. Se frotó la cara, se forzó a creer que se lo estaba imaginando. Pero cada vez que abría los ojos el paisaje volvía a estar ahí.

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