La fábrica de los autómatas

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"Autómata: Máquina que imita la figura y los movimientos de un ser animado."

Bailarines, equilibristas y cantantes de blues. Muñecos sonrientes a los que se les había prestado la habilidad de moverse prácticamente solos adornaban toda la casa. Mi padre era fabricante de autómatas, siempre había sido su pasatiempo y a menudo exclamaba un "impresionante" al ver como sus creaciones cobraban vida. Yo mismo también me fascinaba al ver como la mujer de madera giraba la cabeza, daba palmas y pestañeaba mientras movía de forma graciosa los hombros. No me cansaba de observarla, aquellos parientes lejanos de los robots. Las danzas populares, la noria e incluso el mono. Aquellas cajas de madera y cristal eran el pilar de la familia, y la fuente de nuestra felicidad. Siempre que venía visita mi padre los exponía, orgulloso de su trabajo. La escritora, el niño montando en bicicleta. Y a medida que pasaba el tiempo mi padre fabricaba más y más, el vidente, la mujer tomando el té. Pronto añadió luces y sonidos a las máquinas, y toda la familia estaba contenta con aquellos aparatos.

Pero mi padre cayó en la demencia.

No tardó en perder las pocas ideas que le quedaban, dejando su mente vacía y sin nada que crear. Había creado ya todas las máquinas posibles.

Gente del circo, artistas, animales y maquetas.

Nada más y nada menos que 156 autómatas.

Sin nada más que hacer, pues, comenzó a crear las llamadas "mezclas".

La primera la presentó a toda la familia. Su aspecto era enfermizo y unas horribles ojeras se habían instalado debajo de sus ojos, pero sonrió con alegría y retiró el manto con un "¡Tadá!".

Monos tocando en una orquesta.

—Me ha costado semanas de trabajo, pero está bien, ¿no?—Mi madre sonrió de forma forzada.

—Es perfecto cariño.

Era evidente que su cordura no duraría mucho rodeado de rostros de madera y porcelana.

Su obsesión fue a más y nuestra casa dejó de estar decorada con aquellas máquinas para convertirse en una verdadera fábrica de autómatas. No había rincón en el que no encontraras una mirada vacía sonriendo de oreja a oreja. Se le fue de las manos, y las mezclas se volvieron bestias.

Gente con las bocas grandes y abiertas como si te fueran a deborar, niños con dos cabezas que sonreían divertidos, un hombre con rasgos felinos, una niña comiéndose a otra, personas con diez brazos...

Y los movimientos cada vez eran más extraños. Articulaciones que nunca había visto hacían aparición, acciones las cuales el denominaba cotidianas, aunque no lo fueran...

Hasta el punto de dar una horrible sensación de terror a cualquiera que los observara.

No pasó mucho tiempo hasta que toda mi familia los empezó a odiar. Aquellos cuerpos vacíos que habían corrompido a mi padre, que lo habían consumido por completo, que se lo habían llevado.

Pero él seguía fabricando autómatas en su pequeño estudio, cada uno más bizarro que el anterior. Representaban asesinatos, invocaciones al diablo y locura. Había locura por todas partes. Tanta, tanta locura...

Tanta locura que, poco a poco, se empezó a colar en mi interior.

No aguantaba ni un solo minuto más en aquella casa, con cientos de miradas clavadas en la nuca, y pronto empecé a pensar que aquellos aparatos realmente se movían solos. Mi padre dejó de salir a la calle, dejó de comer, de dormir... Su única vida eran los autómatas. Una gélida noche de invierno decidí entrar en su estudio y lo encontré dormido en la silla y con la cabeza sobre la mesa. Me acerqué despacio, temiendo darle un susto. Con delicadeza posé mi mano sobre su hombro y le di un par de toques.

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