Capítulo 26: Recaída

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El resto de ese horroroso domingo me la pasé encerrada en mi habitación pensando y pensando en todo lo que había pasado el fin de semana. Al final me quedé dormida con lágrimas en los ojos y cuando desperté todo a mí alrededor estaba obscuro. Yo continuaba llevando mi ropa de salir y no mi piyama fea y ridícula como acostumbraba. Me levanté y miré hacia la pared de enfrente donde estaba mi reloj; enfoqué mi visión en las manecillas y de pronto todo a mí alrededor comenzó a dar vueltas. Una punzada intensa me atravesó el cerebro y se me doblaron las rodillas, intenté agarrarme de algo y sólo conseguí tirar la lámpara que tenía sobre el buró al lado de la cama.

-Mamá… —Pero mi voz no fue más que un sonido desgarrador de muy poco volumen. Al instante me desesperé más de lo que ya estaba, pues mi garganta cerrada y mi respiración agitada me impedían gritar por ayuda como lo deseaba.

Como pude logré mantener el equilibrio y no darme de narices contra el suelo; caminé hacia la puerta y la abrí con mucha dificultad.

-Mamá… —Dije de nuevo. La puerta de su habitación se abrió como por milagro. Llevaba un cesto con ropa y lucía recién despertada.

-¡Melody! ¡Qué susto! —Exclamó sobresaltada.

-Mamá… —Mascullé jadeando. Me aferré al pomo de la puerta con una mano y con la otra me apoyé en la pared.

-¿Qué te sucede? —Cuestionó inmediatamente, sonaba muy alarmada. La vi soltar el cesto y correr hacia a mí a tiempo de atraparme en el aire. Mis piernas habían perdido su fuerza total y mi cabeza iba a estallarme en mil pedazos en cualquier instante.

-¡Valentina! —Gritó sosteniéndome en brazos como pudo —¡Valentina, ayúdame! ¡Tenemos que llevar a Melody al doctor!

Escuché cómo la puerta de su habitación se abrió de golpe y cómo sus pasos apresurados y ansiosos llegaban a mí. Tenía la vista completamente negra, pero podía identificar esos sonidos; siempre actuaban de la misma manera cuando me daba alguna crisis.

Cuando abrí los ojos no me sorprendió nada el lugar donde me encontré. Estaba tendida en una camilla, en posición boca arriba con las piernas estiradas y los brazos a los costados. Sobre mí yacía una colcha azul que me cubría hasta el cuello y un osito de peluche que Valentina me había regalado poco después de que se enteró de que estaba muy enferma, para que nunca me sintiera sola, para que fuera mi amigo y para que tuviera en alguien en quien confiar ciegamente y así contarle lo que sea. Sabía que ella lo había colocado ahí, a veces lo hacía… cuando se acordaba que no me gustaba despertar y no encontrar a nadie a mí alrededor.

-¡Al fin despiertas! —Exclamó mi madre y vi su cabeza aparecer por la puerta. Luego de verme a los ojos entró sin apartar su expresión alegre y aliviada. — ¿Cómo te sientes?

-Mejor… ¿Qué dijo el doctor?

-Que te trajimos a tiempo, lograron controlar la crisis pero fue fuerte. Hace un rato te realizaron unos estudios y dentro de unos días nos dirán cómo estás.

-¿Y Valen?

-Está ahí, afuera. Por cierto, ahora que te veo bien me iré a trabajar tranquila. Tu hermana estará dándote vueltas. Ya sabes, si necesitas algo llama a las enfermeras y que ellas me avisen. ¿Vale?

-Okay, mamá. —Respondí resoplando. Recibí un beso en la frente y luego se marchó a prisa; iba a llegar muy tarde a su trabajo.

Las horas pasaron lentamente sin ninguna visita, a excepción de mi adorable hermana que cada veinte minutos entraba para preguntarme cómo me encontraba y luego de un rato de conversación se iba a tomar aire. No comprendía por qué estaba más preocupada por mí, generalmente se angustiaba pero ahora me llamaba la atención que su preocupación y cuidado había aumentado bastantes niveles. Quizás temía perderme pronto. Ese era el miedo más constante que padecía mi familia; claro, sin contarme, porque mi miedo nada tenía que ver con eso. El mío más bien consistía no volver a verlos jamás, en morir y no ir a ningún lado; en que mi vida terminara aquí, sin haber hecho nada realmente bueno.

Vive cada segundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora