tres - él

108 10 0
                                    

-Pasa.

Abro la puerta del despacho con cuidado y entro despacio, sin levantar la vista del suelo en ningún momento.

-Bueno Dani... -dice la mujer.

-Daniel.

-Eso, Daniel. Como sabrás, en este centro lo fundamental es tu salud y tu bienestar, por lo que queremos estar totalmente seguros de que estás bien antes de que te vayas y regreses a casa de nuevo. Por eso, tendrás que quedarte una semana más antes de firmar los papeles y que puedas volver de nuevo a tu vida. ¿Estás de acuerdo?

¿Qué? ¿Una semana? Siento como la ira me invade e intento tranquilizarme.
No. No puedo.

-¿Daniel?

Si no lo digo reviento.

-¿UNA SEMANA? ¿UNA PUTA SEMANA MÁS AQUÍ ENCERRADO? ¡JODER!, ¿TÚ SABES LO QUE HE TENIDO QUE DEJAR POR ESTAR AQUÍ, EN ESTE MANICOMIO DE MIERDA? ¡LO HE DEJADO TODO, MI CASA, MIS AMIGOS, MI FAMILIA, MI COLEGIO, TODO, JODER¡
Y NO PIENSO QUEDARME AQUÍ NI UN SOLO MINUTO MÁS PORQUE ESTOY BIEN, A VER SI OS QUEDA CLARO DE UNA PUTA VEZ, ES-TO-Y BI-EN, NO ME PASA NADA.

Estupendo, Daniel, estupendo. Acabas de estropear todo tu trabajo de medio mes en medio minuto.
Me restriego la cara con las manos intentando calmarme, pero no puedo.
Lo tenía todo preparado, hasta las maletas encima de mi cama, esperando pacientemente para volver a casa.

-Escúchame, Dani, digo Daniel- se autocorrige al instante.- Todo lo que estamos haciendo es por ti y por tu bien. A nosotros nos da igual que salgas hoy, mañana o en una semana, pero los doctores han creído conveniente tenerte un tiempo en observación para comprobar si de verdad tu plan de mejora ha dado resultado.

-Mire, señora -digo en un tono terroríficamente bajo, mientras coloco las manos en la mesa de caoba de su lujoso despacho y me acerco a ella con lentitud.- llevo aquí trescientos siete días, ¿sabe? Trescientos siete días yendo de un lado para otro, conociendo a gente que no para de hacerme preguntas estúpidas sobre cómo estoy, qué es lo que pienso, y cuál es mi manera de ver la vida cuando ni siquiera les importa; tomando mil pastillas cada hora y sin poder salir de aquí a menos que sea acompañado de cinco tíos que no me quitan el ojo de encima ni un segundo. He estado en el hospital nueve veces ingresado por ataques de ansiedad graves, intentos de suicidio y autolesión violenta, por peleas o por simplemente, no comer en varios días. En este lugar me vigilan hasta cuando quiero ir al baño, para que no me clave un cuchillo mientras meo, han colocado cámaras en los pasillos y por si fuera poco me obligan a hacer amigos cuando ni siquiera tengo ganas de salir de mi habitación. Y ahora que, joder, por fin he mejorado y quiero hacer algo que no sea morirme de una puta vez, me retienen eternamente en este infierno que lo único que me trae es problemas. ¿Y dice usted que es lo mejor para mí? Eso cuéntaselo a mis padres, porque a mí no me la cuela.

Tras unos segundos mirándome fijamente, la señora de ojos grises que se ocultan detrás de esas gafas de pasta rosada tartamudea torpemente un par de palabras que no consigo identificar y apunta algo en un papel.

Espero pacientemente a que termine y cuando lo hace, me lo entrega.

-Toma- dice al tiempo que cojo el folio- Ve a la zona de secretaría y atención al cliente de al lado de la sala de espera y dáselo al señor Roberts de mi parte.

¿Qué? ¿Y eso a qué viene?

-Eh, vale.. ¿de parte de quién voy?

-Sonia.

-¿Y al final qué pasa con mi traslado?

-Tú sólo ve y dáselo.

Salgo de la habitación con paso desenfadado y bajo en ascensor hasta la planta baja.
No me molesto en leer lo que pone porque no lo voy a entender. Sé desde hace tiempo que en los hospitales y centros como este, se utilizan palabras raras para encriptar cosas tan sencillas como "cambio de guardia, voy a tomar un café".

Una vez llego al despacho del Sr Roberts, abro la puerta sin llamar y entro.
A pesar de que no se da la vuelta, reconoce al instante quién soy.

-Ah, sí, Daniel, pasa, pasa.

-Hola.

-¿Qué te trae por aquí muchacho? ¿Vienes a pedirme que te haga otro favor de los tuyos?

-No. -digo, y luego sonrío levemente. Sé que puede notarlo.

-¿Entonces? ¿No habrás venido a visitarme?

-No. Te traigo un papel.

-¿Un papel? ¿Y eso?

-Sí. De parte de Sonia. Gestoría y tutoría, tercera planta.

-Ah, sí, sí. Bien, pues ¿a qué esperas, muchacho? Dámelo.

Me acerco hasta su desordenada mesa cubierta de papeles y tazas de té vacías, y se lo entrego.
Él lo coge sin mirarme y lo observa con atención, mientras yo aguardo en silencio.

Él lo coge sin mirarme y lo observa con atención, mientras yo aguardo en silencio

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Me cae bien este tipo. Siempre lo ha hecho.
No es como todos, no me pregunta cómo estoy como si fuese un enfermo, ni me da órdenes como hacen los demás.
Simplemente me trata como si fuese alguien completamente normal, sin juzgarme ni compadecerse de mí.
Como (vuelvo a repetir) hacen todos los demás.

Cuando me encuentro tan mal que no puedo hacer otra cosa que gritar o buscar algún sitio donde resguardarme del resto de la gente, voy a su despacho y él simplemente me da una manta y deja que me siente en su silla giratoria mientras me cuenta hazañas de cuando era joven.
Otras veces, llego con los brazos envueltos en sangre, y él, sin hacer preguntas, se va y vuelve al cabo de unos minutos con una caja de calmantes y algunas vendas para mí.
Por eso me cae bien ese viejo hombre, más de lo que lo hacen el resto de personas que conozco.

¿Y mis amigos?
Lo de mis amigos es otra historia distinta.
Cuando empecé a venir al centro, en ningún momento se me ocurrió mencionar el hecho de que acudía con frecuencia a un lugar en el que trataba con locos, por lo que ellos pensaron que simplemente había conocido a otro grupo de personas y había decidido dejar de llevarme con ellos.
Nadie trato de contactar conmigo los dos meses siguientes, y al trasladarme definitivamente a este lugar, los miembros pertenecientes a él cuidaron de quitarme cualquier dispositivo electrónico que me permitiese comunicarme con gente del exterior.
Mis padres dijeron en el colegio que me había mudado con mis abuelos a un pueblo en la montaña, y a nadie le pareció sospechoso.

Así que sí, oficialmente no tengo amigos.

HuellasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora