dieciséis - ella

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Cuando salgo de casa, cierro la puerta con cuidado y sin hacer ruido.
Luego meto las llaves en mi bolso de flecos marrón y consulto mi móvil.
Genial, las diez y media de la noche.
Tengo tiempo de sobra.

El viaje en ascensor es rápido y llego al garaje mucho antes de lo que tenía calculado.
Mi bicicleta está atada a una de las innumerables columnas que alguna vez cuando era más pequeña me dio por contar.
La cadena está un poco oxidada, y el candado chirría cuando introduzco la llave a través de él.
Una vez que la he sacado, me monto y comienzo a pedalear con rapidez.

En cuanto traspaso la metálica puerta que me separa del exterior, siento el aire golpearme en la cara y no puedo evitar sentirme libre

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En cuanto traspaso la metálica puerta que me separa del exterior, siento el aire golpearme en la cara y no puedo evitar sentirme libre.
Me gusta. No es sencillo sentirse libre.

La libertad es algo relativo y, habitualmente, tenemos la sensación de que algo nos oprime el pecho y no nos deja respirar. Y creo que lo peor es que está ahí, invisible para nosotros que somos un poco ciegos del alma, y sólo cuando el nudo de la garganta nos da un poco de tregua para coger una bocanada, llegas a notar lo que realmente te estás perdiendo. La libertad.

Madre mía, aún no me creo que mamá me haya dejado salir tan tarde. Aunque supongo que es por una buena causa.
Pensando en mis tonterías diversas, llego bastante rápido a mi destino.
Aparco la bici en un árbol de la entrada, entre los arbustos, y me sacudo un poco la tierra que se me ha quedado pegada a los leggins negros.
Supongo que, después de todo, no fue una idea tan genial eso de ir el domingo pasado a montar en bici por la montaña. Además, al final llovió y acabé empapada.

El cartel de entrada está iluminado, y hay personas entrando y saliendo por la puerta de entrada con tazas de café en la mano, secándose el sudor de la frente con la manga o encendiendo el mechero para fumarse un cigarro.
La gente no me mira cuando paso, pero yo sí que observo a todo el mundo, uno por uno.
La señora del fondo del todo lleva una sudadera roja, y tiene cara de no haber dormido en una semana.
El hombre que tengo a mi derecha lleva traje y mira su reloj con nerviosismo.
Supongo que nadie va muy sobrado de tiempo cuando se trata de este lugar.

Recorro los pasillos sin dejar de mirar las caras de la gente. Es curioso cómo las personas pueden llegar a desgastarse tanto y pasar de ser felices y sonrientes a estar deprimidas, cansadas y llorosas. Y es que aquí, se nota aún más.

Cuando llego a la cuarta planta, habitación número 211, abro la puerta con cuidado.
El ambiente es silencioso, y una tenue luz amarillenta se extiende por toda la sala.
El ambiente es extraño y huele a medicina, a sangre y a algo raro que no logro identificar.

Avanzo a tientas, sin distinguir muy bien qué es lo que tengo delante. Me gustaría subir todas las persianas y conseguir vislumbrar algo, pero creo que no son horas.

Para colmo, la linterna de mi móvil no ilumina casi nada. Joe, este cacharro ya no me sirve ni para eso. Pues vaya.

-Tshh -escucho a mis espaldas, de repente.

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