cinco - él

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Empezar de cero es fácil.
De menos uno ya no tanto.

La ventanilla del coche en el que viajo está sucia y no puedo ver más que un paisaje difuminado a través de ella

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La ventanilla del coche en el que viajo está sucia y no puedo ver más que un paisaje difuminado a través de ella.
De vez en cuando se escucha una ligera tosecilla por parte del taxista y me entran ganas de hablarle sobre la pedazo multa que le puede caer si le cuento a alguien que va fumando dentro del coche, pero me contengo.

Quizá lo más normal hubiese sido que mis padres hubiesen venido a buscarme desde el centro, pero por lo visto yo no era su plan A.
No les culpo, si yo tuviera que conducir dos horas de ida y otras dos de vuelta para recoger a un crío que ni habla ni parece sentirse especialmente halagado por mi compañía, ya me encargaría yo de poner cualquier excusa barata.

Aún así, han tenido la decencia de enviar un coche a buscarme, listo para recoger mis maletas y llevarme a casa.
Conforme vamos llegando al final del trayecto, un torbellino de varias emociones me invaden y noto cómo mi cabeza comienza a dar vueltas.
Sin pensármelo dos veces, me meto en la boca un par de calmantes que me ha dado el médico antes de despedirse de mí, con las indicaciones de que no los abra antes de llegar a casa y los tome sólo en casos de emergencia (ups).

Noto que han empezado a hacer efecto cuando el conductor me manda bajar del coche y deja mis maletas en el suelo de cemento para luego volver a subirse al antiguo vehículo y alejarse exactamente por donde ha venido.

Respiro el aire perfumado de libertad que me rodea mientras subo las escaleras de la casa despacio, y cuando llego a la puerta me detengo un momento, inspiro hondo y luego pulso el botón del timbre. Instantes después, se abre de par en par y deja ver a una mujer sonriente.

-¡Cariño! -exclama mi madre con su más sincera y calurosa bienvenida- ¡Qué alegría que estés aquí de nuevo con nosotros!

Gruño un poco y la aparto con el brazo para dirigirme escaleras arriba.
La oigo contar hasta diez en voz baja y luego seguir mis pasos por la casa mientras trata de dar pie a una conversación, algo que, por cierto veo difícil, básicamente porque no quiero hablar con ella.

-Papá llegará de un momento a otro. Me ha llamado la doctora hace dos horas para informarme de que acababas de salir, así que en cuanto ha colgado me he puesto manos a la obra para prepararte todo lo que puedas necesitar. Ah, también me ha dicho que ha metido en tu maleta un sobre con todo tipo de información, sobre tus dietas, ejercicios, medicinas y controles diarios y..¡cielo santo! ¿dónde has metido tus maletas?

-Están en el salón.

-Ah, menos mal -suspira aliviada. Se nota que está nerviosa y trata de cubrirlo hablando mucho y muy rápido, pero lo puedo notar- Por cierto, he hecho una tarta de manzana esta mañana para que la podamos tomar de postre. He pensado que aunque tengas una dieta programada, hoy la podemos pasar por alto, ¿verdad?

-No tengo hambre.

-Eh, bueno, pues en ese caso yo.. hum, iré a meterla en la nevera. Sí, eso haré. Así que vuelve a lo que estuvieses haciendo antes de que yo..

-Antes de que tú me interrumpieses.

-Eh, sí, eso mismo -dice con la mirada perdida en sus más oscuros pensamientos. Luego se dirige a la cocina con paso nervioso, no sin antes dirigirme una última mirada.

En cuanto desapare por la puerta, subo a mi habitación rápidamente.
Al entrar me encuentro con una pancarta de bienvenida azul escrita a mano con la letra de mi madre que dice "Bienvenido a casa, Dani".
La aparto con la mano y me abro paso a través de ella para llegar a mi cama.
Mi madre ha cuidado hasta el último detalle, y el cuarto esta impoluto, como si se hubiese pasado limpiándola hasta el último momento para que no me pueda encontrar ni una mota de polvo.
Me tumbo en ella y miro el blanco techo mientras intento poner en orden mis ideas.

-Me llamo Daniel, tengo 16 años, vivo en un barrio rico de Seattle, Washington, he estado ingresado 307 días en un centro de rehabilitación para menores por desorden afectivo y hoy, 28 de enero de 2010 he vuelto a mi casa de nuevo.

-¿Decías algo, cielo? -la voz de mi madre resuena al final del pasillo.

-No.

Pero vuelvo a repetir las mismas palabras una y otra vez, hasta que en mi cabeza suenan como un bucle sin fin.
Al fin y al cabo, poner en orden mi situación actual es cuestión de prioridades.

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