Epílogo

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La ciudad apesta, todo es una mierda, pero nada va a remediar lo que sucedió. Le dije a ese idiota que no lo hiciera, pero lo hizo y ahora soy yo quien tiene que asumir las consecuencias. Aunque, pensándolo bien, a él le fue peor. Desgarre en un ligamento. Y yo que sé, que se joda por estúpido. Lo único malo es que perderé unos cuantos miles.

—Trata de calmarme, Max —comenta el sujeto ese que viene todos los malditos días a entrenar, pero que francamente no recuerdo su maldito nombre.

—No me voy a calmar, ¡Esto no fue mi culpa! ¡Se lo dije millones de veces! —grito perdiendo el control. Estoy de mal humor, puedo morder a todo el que pase, y sólo para hacer la situación aún más dramática, la estúpida ambulancia sigue en la puerta del gimnasio con las malditas sirenas y las estúpidas luces.

—Ve a relajarte un poco, compañero. Ya veremos qué hacer. Has estado aquí toda la mañana —comenta Chad, acomodando unas cuantas pesas.

Papá él es fácil, no tiene que poner si estúpida cara ante los problemas.

Cuando estoy en mi oficina logro calmarme un poco, ya no hay nadie preguntándome qué sucedió, ni curiosos mirando desde lejos, ahora sí estoy tranquilo. Pero no por eso dejo de estar preocupado, esto no es bueno para el negocio. Que un idiota se rompa algo y que todo el mundo lo vea, no es bueno, y menos en un gimnasio.

Maldito idiota.

Suelto otro suspiro, miro la pantalla de mi celular y cuando me recuesto sobre la silla de cuero, la puerta se abre rápidamente.

Al fin está aquí, es ella.

—Ya me dijeron lo que pasó —comenta moviendo un mechón de ese largo y hermoso cabello detrás de su hombro.

La veo caminar hacia mí y siento que todo el maldito problema desaparece. Verla aquí a diario es el mejor arreglo que hice jamás. Hoy lleva esa ropa deportiva negra, que marca cada una de las curvas de su cuerpo, y ese sostén deportivo se le ve tan bien... Me encanta tenerla aquí. Aunque no se lo digo muy a menudo.

—Me asuste, pensé que te había pasado algo —comenta soltando su bolso en el piso.

Muevo mi silla unos cuantos centímetros hacia atrás y ella rodea mi escritorio para sentarse encima de mí. Es como nuestro ritual de todos los días. Tendré una erección en menos de un minuto con su sexy y duro trasero ahí.

—Hola —me dice cuando recuerda que no nos habíamos visto en toda la mañana.

Paso mis manos por su cintura y la miro.

—Hola —respondo con algo de sequedad, pero... bueno, ella sabe que es normal. Acerco mi boca a la suya y ella me da ese beso de buenos días con una sonrisa. Una sonrisa que me enloquece.

—No estés así por lo que sucedió —me pide con esa carita de ángel a la que nunca le puedo decir que no.

—Esto no es bueno, Kya. Le dije a ese imbécil que no usara aquellas malditas pesas porque se haría daño, estaba a dos metros de él y él idiota sólo...

Suelto otro suspiro y escondo mi cara entre las tetas de Kya. Podría estar toda una vida así y no me cansaría. Ella acaricia mi cabeza muy despacio, trata de calmarme.

—El idiota ese tiene la culpa, Max. Todo saldrá bien —asegura con esa inmensa sonrisa que no logro ver, pero que percibo de todas formas.

Muevo mis manos hasta su trasero y aprieto con fuerza. Tengo que dejar de pensar en lo que sucedió, la necesito a ella aquí y ahora para que me relaje.

 KYA - Deborah Hirt ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora