El dulce sabor de la rutina

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POV Emma

Sé que todo el mundo no es así, pero yo le tengo un cierto apego a la rutina, a los rituales. No específicamente a aquello aburrido, cansado o muy elaborado. Tampoco me refiero a nada religioso, esotérico, a pesar de nutrir alguna simpatía por un "algo" místico. Hablo, realmente, de aquella rutina, aquel ritual poético que tiene un sabor adorable en nuestras vidas por el placer que nos proporciona, que trae delicadeza, introspección, y sobre todo, presencia. Sí, porque es preciso darte por entero al momento, para ser capaz de saborearlo, acogerlo, disfrutarlo.

Todo ritual que se precie debe incluir cierta devoción. Tomar un café y leer un buen libro. Esas eran las cosas que yo más apreciaba en mi vida y eran las únicas a las que les dedicaba buena parte de mi tiempo, sin prisa, sin precipitación. Es más, es en la lentitud de la consumación de esos actos que, para mí, se muestra toda la fineza y sensualidad del momento.

Mi día comenzaba antes de las ocho de la mañana, cuando, sin faltar, entraba en el pequeño café literario localizado en el West Village, una zona bastante encantadora de Nueva York. Se llaman cafés literarios a aquellos establecimientos donde se sirven variados tipos de bebida y ofrecen como complemento espacios donde el cliente puede deleitarse con la lectura de una obra de su preferencia.

Yo tenía un gusto ecléctico en relación a los libros y en cuanto al café, dependía mucho del cambio del tiempo y de mi humor. Generalmente mi pedido variaba entre el expreso puro y el macchiato, que es el expreso con crema de leche. Alguna que otra vez cogía una novela para hojear mientras degustaba la bebida. El mejor momento era devorar un suspense policiaco regado por un café sin azúcar y sin nada más en una mañana nublada. Eso para mí era casi la definición exacta de la felicidad.

En el intervalo entre lectura y lectura, me quedaba observando el ambiente y a las personas que había a mi alrededor. Me llamaba bastante la atención la amabilidad y la maestría de los camareros al servirles a los clientes. Ellos no llevaban los tradicionales uniformes. Llevaban pantalones y camisas de vestir en tonos claros, sin embargo sin aquel viejo chaleco o delantal y la famosa pajarita al cuello, usuales en este tipo de profesión. Tenían buena apariencia y demostraban siempre una sonrisa. Había también una mujer bastante elegante y bonita, que se quedaba detrás del mostrador dando órdenes a los empleados. Aparentaba tener treinta y pocos, cabellos negros a la altura de los hombros, piel morena que hacía resaltar el rojo intenso de su lápiz de labios. Su postura era imponente, firme. Era ella quien siempre, cada cierto tiempo, arreglaba la cesta de mimbre que contenía una manzanas muy vistosas. La cesta con las frutas era algo que me intrigaba. Nunca entendí el motivo por el cual estaba ahí, en un lugar ten elegante, desentonando completamente con el resto de la decoración que se fundía en colores grises, con lámparas del siglo XVIII, cortinas de seda que daban un toque acogedor, y mesas de madera rústica colocadas simétricamente por todo el salón principal. Bueno, todo allí era diferente, curioso para ser más exactos, comenzando por quien trabajaba ahí, pasando por las peculiaridades decorativas hasta el mismo olor a flores que planeaba por el aire y atizaban recuerdos olfativos en mí, que ni yo misma sabía si eran reales, pero que me agradaban mucho.

Y así seguía mi vida, días tras día, mes tras mes, desde que terminé mi compromiso de siete años y me mudé a esta ciudad. Mi introspección incomoda a mucha gente, sin embargo a mí me encantaba vivir en este mundo que me he creado.

No obstante, como nada en la vida sigue el guion exacto que trazamos, en una de esas ejecuciones de mi ritual mañanero, recibí una llamada de mi madre, quejándose una vez más los actos descabellados que mi hermano se empeñaba en hacer. Ya estaba harta de aquello y esa confusión, que era habitual en mi familia, contribuyó, en gran medida, a que "huyera" de mi lugar de nacimiento. Siempre que tenía noticias de las estupideces que mis parientes hacían, me quedaba aturdida y me descontrolaba emocionalmente. Y fue por eso, exactamente, que ese día, salí de la cafetería deprisa e intenté tranquilizar, aunque de lejos, la angustia de mi madre.

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