Recuerdos - Ximena

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A veces despertaba en mitad de la noche con el simple recuerdo de Diego divagando sobre mi mente

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A veces despertaba en mitad de la noche con el simple recuerdo de Diego divagando sobre mi mente. Inclusive lo transfiguraba delante de mí; allí, en medio de la oscuridad que rodeaba mi cama. Podía ver sus ojos, oler su aroma... pero todo eso se iba al cabo de unos efímeros instantes.

Y luego lloraba, llena de tristeza y desconsuelo.

Es difícil soltar a alguien cuando nunca lo tuviste. La mayoría de la gente pensaría que esto no es cierto, y que sólo es difícil soltar a alguien que sí tuviste contigo. Pero no conocen la otra cara de la moneda. Yo sí la conozco. Y mis pesadillas con Diego por las noches, también.

No fui a la escuela el lunes siguiente al sepelio de Diego. No pienses que soy un poco exagerada: ya sé que yo para él prácticamente no existía, pero él para mí sí. Yo lo quería; él, apenas se acordaba de lo que un día pasamos juntos. Sí, fue hace años... pero es de esas cosas fugaces que se quedan marcadas eternamente en tu ser.

No te digo que se quedan eternamente en tu corazón. Porque ¿quién está seguro de que verdaderamente en el corazón se alojan los sentimientos? Allí no hay nada, solo sangre y arterias vitales. Pero quizá en algún lado de tu cuerpo se encuentra ese receptorio de sentimientos que siempre están (y estarán) presentes.

Así me sucedió con Diego.

El lunes al atardecer fui a su tumba. Había comenzado a llover, por lo que decidí cargar un paraguas conmigo para evitar mojarme.

─¿A dónde vas, Ximena? ─preguntó mamá desde la cocina cuando me escuchó atravesar la sala y abrir la puerta. Papá estaba leyendo el periódico en la sala y ni se inmutó. Los truenos en el cielo eran cada vez más fuertes.

─Quedé de hacer una tarea con mis compañeros en la biblioteca. ─le mentí.

Mamá asomó el rostro y me miró con el ceño fruncido. ─Pero si hoy ni fuiste a la escuela.

─Quedamos por Facebook... es una exposición... tú sabes...

Sonrió. ─Anda, hija... ¿llevas un paraguas? ─asentí─. Ve. ─y salí rápidamente.

Abrí el paraguas negro y empecé a navegar por las vacías calles de Villa Dorada. Por cada cuadra que pasaba, recordaba la sensación de aquel primer beso que le entregué a Diego, como un doloroso mantra que no podía alejar.

Me toqué los labios, tratando de rememorar aquella sensación. De alguna forma sabía que no se iba a repetir jamás. Ningún chico se había interesado por mí de la misma manera que lo había hecho él. Y aunque algunos compañeros de la escuela me atraían, yo por él sentía algo distinto. ¿Ya te lo había dicho, verdad?

Bueno, entonces allí me podías ver... caminando en medio de la lluvia hacia el panteón municipal.

Me paré en una esquina y me coloqué los audífonos. Por lo menos la música podía ahogar mis pensamientos un poco. Sonó una canción lenta, cuyo nombre he olvidado ahora y entonces proseguí mi camino.

La lluvia iba desapareciendo paulatinamente y, cuando arribé a las afueras del panteón municipal, observé una inscripción tallada en el mármol:

Aquí comienza la eternidad.

¿Para los muertos? Sí, claro... aquí estarán eternamente, de eso no hay ninguna duda.

No recordaba haberla visto antes; quizá la habían mandado poner hace poco.

Entré con pasos lentos y la primera persona que vi fue al panteonero. Debo admitir que me asustó su silueta, pensé que no habría nadie a esas horas del crepúsculo. El hombre no era de esos típicos panteoneros que el mundo pinta: ancianos tétricos, diabólicos y traumados con el tema de la muerte. Este, en cambio, tendría menos de treinta años y había llegado al pueblo hacía menos de dos.

Las malas lenguas decía que había estado en la cárcel en Estados Unidos, por tráfico de drogas; pero mis padres conocían a su familia: una familia que vivía a las afueras del pueblo y se dedicaba principalmente a la crianza de ganado para satisfacer las carnicerías locales. El chico había conseguido su empleo gracias a una convocatoria que había lanzado el ayuntamiento hace un año, cuando el anterior panteonero se retiró para vivir plácidamente en un asilo de la capital.

Sí, leíste bien... dije: "plácidamente". Ya que si lo comparas con la vida que tenía aquí el pobre hombre; a decir verdad, es mejor estar en un asilo gracias al dinero que ganaste como empleado del ayuntamiento. El hombre no tenía hijos y había quedado viudo, él mismo había cavado el sepulcro para su propia mujer.

Triste, ¿no es así?

Cuando entré al panteón y vi al joven, este dejó la escoba con la que limpiaba las tumbas de la hojarasca que caía de los árboles y me miró. Las farolas del cementerio estaban encendiéndose; la noche cada vez hacía más tétrico aquel lugar, pero yo no tenía miedo.

─¿No te da miedo andar por aquí, tan tarde? ─preguntó, como en broma.

─Solo vine a visitar a un amigo. ─respondí.

─Bueno, ahora ellos son mis amigos... ─señaló a sus espaldas; al lugar donde las cientos de tumbas marmoleadas se extendían. Las más lejanas ya eran devoradas por una densa neblina; sólo sobresalían las cabezas pétreas de las estatuas de vírgenes y ángeles que coronaban algunas sepulturas─... así que debes pedirme permiso para hablar con ellos. ─río.

¡Qué estúpido! No estaba para bromas.

Decidí ignorarlo y caminé de largo.

─Eh... solo te aviso que en media hora me voy y cerraré las puertas. Tienes que salir antes de que eso pase o te quedarás a dormir con tu amigo... ─y se retiró hasta una pequeña bodega.

─Imbécil. ─susurré.

Llegué a la tumba de Diego. Aún estaba cubierta por un montón de tierra suelta, nada de mausoleos elegantes: solamente un tumulto de tierra. Las flores aún estaban frescas y había una pequeña vela encendida en el centro. Me senté en la orilla, apreciando en todo momento el lugar en el que descansaban los restos del chico.

Ya había llorado bastante, por eso cuando estaba al lado de la tumba de Diego, me negué a sacar una lágrima más. Una suave brisa agitó los árboles a mí alrededor, lo que provocó que varias gotas de agua cayeran sobre mí.

─Diego, yo te quería de verdad... ─le susurré a la tumba─... desde aquella noche, cambió mi vida para siempre. Lamento que te haya pasado esto... lamento mucho aquello que te orilló a matarte; y, y si de alguna manera hubiera podido saber de los conflictos por los que atravesabas, pues, yo sólo... te hubiera ayudado... digo, no sé si tu sentías algo por mí. Seguramente no. Sin embargo... ─exacto. No podía ni hilar palabras. Me puse de pie y fruncí los labios. ¿A qué había venido? ¿A balbucearle a una tumba?

En medio de las flores blancas que coronaban la tumba de Diego, había una flor marchita de color morado. Estaba más marchita que el resto. De hecho, parecía que la habían puesto allí posteriormente y no el día del sepelio.

Me acerqué y la tomé entre mis manos.

Sí, la flor estaba más seca de lo que debería. Era una rosa: una extraña rosa pintada de morado.

En ese momento una voz me asustó:

─Ya voy a cerrar. ─era el panteonero, su rostro lucía sombrío en medio de la noche.

─Sí, lo siento... ─arrojé la flor al suelo y empecé a retirarme. El chico murmuró algo que no pude discernir y me alejé del panteón.

Me puse nuevamente mis audífonos y regresé a casa.

Pero si pensaba que eso de la flor era extraño; pues lo que ocurrió por la noche fue algo que me heló cada célula.

Imagínate...

Tan sólo imagínate que mientras te preparas a dormir, te llega un...

¿Quién es Iris? [COMPLETA Y EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora