Obsesión - Ximena

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Caminaba rumbo al cementerio

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Caminaba rumbo al cementerio. Sí, de nuevo iba a visitar la tumba de Diego. Esa tarde no había llovido, ni siquiera estaba nublado; por primera vez en mucho tiempo el Sol palidecía en el horizonte horas antes de ocultarse por completo.

Durante ninguna ocasión, en las que visitaba el panteón, le había dicho a mi madre exactamente a dónde iba. Ella pensaba que salía a la biblioteca o con alguna amiga; incluso llegué a decirle que iba a practicar ejercicio en el gimnasio al aire libre que había puesto el Ayuntamiento. Mamá me creía más de lo que debería.

Ese día caminaba más lento de lo normal. Para serte sincera: ya no sentía tanto dolor por la muerte de Diego. Había entendido que ese tipo de dolor no sólo lo experimentaba yo, sino todas aquellas personas que últimamente habían perdido a un ser querido. Como aquellas dos mujeres que estaban llorando cuando se suicidó el otro chico. Y no sólo ellas; millones de personas en el mundo diariamente perdían a un ser querido y tenían qué enfrentarse a ese dolor.

La gente muere a diario: dijo un día mi madre con sabiduría. Y eso era cierto; pero lo que hacía diferente a todas esas muertes era la manera en la que se perdía la vida. Diego se había suicidado; y hasta la fecha nadie sabía el motivo. Estoy segura que ni sus padres sabían a ciencia cierta la razón; y si la sabían, pues obviamente a nadie se la revelarían.

Entré al cementerio con el olor a hierba recién cortada y caminé rumbo a la tumba del chico.

Cuando Diego cumplió un mes de muerto, hace a penas unas semanas, sus padres le pusieron una lápida de mármol con un epitafio realmente hermoso: La vida no termina con la muerte. Un enorme ángel custodio se posaba en la cabecera de la tumba, empuñando una espada con valentía; de alguna forma el rostro de esa pequeña estatua me recordaba a Diego, aunque quizá fuese solo mi imaginación.

Visitar la tumba del chico se había vuelto mi obsesión; quizá ya era una costumbre que tenía que realizar al menos una vez a la semana, sí o sí. Era consciente de que algún día tendría que de dejar de hacerlo: los muertos deben descansar también de los vivos. Sin embargo, todavía no reunía el valor suficiente como para dejarlo ir.

Me senté, en completo silencio, un par de pasos al pie de la tumba, mirando directamente a la cruz blanca que rezaba el nombre de Diego.

A muy pocos metros se escuchaba una podadora haciendo su trabajo. Quité la basura que se había acumulado en el sepulcro del chico y luego caminé en dirección al ruido de la podadora.

Allí estaba Marcos, limpiando el enorme mausoleo del abuelo de Alexa. Volteó el rostro y se quitó unos lentes con los que protegía sus ojos de los fragmentos de pasto que salían volando. Sonrió y apagó la máquina de un solo tirón.

─¡Qué gusto volverte a ver! ─no lo decía con tono sarcástico─. Después de aquella vez que te encontré en la carretera...

─Oh... cállate. ¡Nadie sabe eso! Mi madre sí cree que dormí en casa de una amiga, así que agradecería si no se lo cuentas a nadie. Y también agradezco lo que hiciste ese día por mí.

¿Quién es Iris? [COMPLETA Y EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora