Capítulo 27

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Camila miraba fijamente la pared desnuda, sin enlucir y con salpicaduras de cemento seco. Se sentía perdida. La pared no le estaba diciendo nada. Eran las nueve de la mañana, y la obra ya estaba invadida por hombres con casco, vaqueros caídos, camisas a cuadros y botas de montaña. Parecían un ejército de hormigas mientras iban de aquí para allá cargando a hombros toda clase de materiales. Sus exclamaciones, risas, canciones y silbidos resonaban en el armazón de cemento que era el hotel vacío de lo alto de la colina, todavía pendiente de ser llenado con ideas surgidas de la cabeza de Camila. Los ruidos retumbaban como truenos por los corredores hasta llegar a lo que sería la zona reservada para los niños.

Por el momento sólo era una pálida lona blanqueada que al cabo de unas pocas semanas estaría llena de niños retozando en la sala recreativa, mientras que fuera de sus límites habría un remanso de paz. Camila se dijo que quizá tendría que haber insonorizado las paredes. No tenía ni idea de qué debería añadir a aquellas paredes para que las caritas de los niños se iluminaran con una sonrisa cuando entraran allí nerviosos y disgustados al verse separados de sus padres. Sabía cuanto había que saber sobre canapés, pantallas de plasma, suelos de mármol y maderas de cualquier clase. Se le daba bien lo chic, lo funky y lo sofisticado y también tenía mano con los salones que irradiaban esplendor y grandeza. Pero ninguna de esas cosas emocionaría a un niño, y ella se sabía capaz de aportar algo más que los consabidos juegos de construcción, rompecabezas y sacos de alubias.

Era consciente de que tenía todo el derecho de contratar a un muralista, pedir a los pintores de la obra que se ocuparan de las paredes y hasta de solicitarle un pequeño consejo a Dinah, pero Camila disfrutaba haciendo las cosas personalmente. Le gustaba abstraerse en su trabajo y no quería tener que pedir ayuda a nadie. Desde su punto de vista, pasarle el pincel a otro constituía una señal de derrota.

Camila alineó diez botes de colores primarios en el suelo, abrió las tapas y dejó junto a ellos los pinceles. Extendió una sábana blanca sobre el suelo y, tras asegurarse de que los vaqueros que sólo se ponía como ropa de trabajo no tocarían en ningún momento el suelo, se sentó con las piernas cruzadas en medio de la habitación y se puso a mirar la pared. Pero todo lo que se le ocurría era que no podía pensar en otra cosa que no fuera Sofy. Sofy, que ocupaba en su mente cada segundo de cada día.

Al cabo se preguntó cuánto tiempo llevaba sentada allí. Recordaba vagamente haber visto a una serie de obreros que entraban y salían de la habitación, recogían sus herramientas, y observaban desconcertados cómo miraba la pared desnuda

Tuvo la sensación de estar padeciendo un bloqueo de escritor en versión diseñador de interiores. No le acudirían ideas, no podría crear imágenes y, así como la tinta se seca en la pluma, la pintura no fluiría de sus pinceles. Tenía la cabeza llena de... nada. Era como si sus pensamientos se reflejaran en aquella sosa pared recién enyesada que probablemente estuviera pensando las mismas cosas que ella.

Notó una presencia a sus espaldas y se dio media vuelta. Benjamín estaba en el umbral.

—Perdón, habría llamado, pero —levantó las manos— no hay puerta.

Camila le dedicó una sonrisa de bienvenida.

—¿Admirando mi trabajo?

—¿Usted ha hecho esto? —Camila se volvió de nuevo de cara a la pared.

—Creo que es mi mejor trabajo —afirmó Benjamin. Y ambos la contemplaron en silencio.

Camila suspiró.

—No me está diciendo nada.

—Ah. —Benjamin dio un paso hacia el interior de la habitación—. No se figura lo difícil que resulta crear una obra de arte que no diga nada de nada. Siempre hay alguien que tiene alguna clase de interpretación, pero con esto... —se encogió de hombros—, nada. Sin comentarios.

Si pudieras verme ahora ( Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora