Capítulo 10

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Unas horas después Camila apagó el ordenador, ordenó el escritorio por vigésima vez y se marchó de la oficina dando por concluida la jornada. Becca y Dinah estaban juntas de pie con la mirada perdida. Camila se volvió para ver qué atraía su atención.

-Está haciéndolo otra vez -canturreó Dinah nerviosamente. Las tres observaron la silla dar vueltas por sí misma.

-¿Creéis que es el señor Bracken? -preguntó Becca en voz muy baja. Dinah imitó la voz de la señora Bracken.

-Dar vueltas en una silla no es algo que el señor Bracken habría querido.

-No os preocupéis, chicas -dijo Camila aguantándose la risa-. Haré que Harry venga mañana mismo a arreglarlo. Ahora vayan a casa.

Una vez se hubieron despedido Camila continuó mirando la silla dar vueltas en silencio. Se acercó a ella despacio, centímetro a centímetro. Cuando ya estaba muy cerca la silla dejó de dar vueltas.

-Gallina -murmuró Camila.

Miró en derredor para asegurarse de que estaba sola y lentamente agarró los brazos de la silla y se sentó. No ocurrió nada. Dio unos cuantos botes, inspeccionó los lados y la parte de debajo del asiento y siguió sin ocurrir nada. Justo cuando iba a levantarse para irse la silla comenzó a moverse. Primero giró despacio, pero luego poco a poco fue cogiendo velocidad. Nerviosa, Camila consideró la posibilidad de bajarse de un salto, pero a medida que giraba cada vez más rápido comenzó a reír tontamente. Cuanto más deprisa giraba la silla, con más ganas se reía Camila. Le dolían los costados. No recordaba la última vez que se había sentido tan joven, las piernas en posición horizontal, los pies extendidos, el pelo revuelto por la brisa. Finalmente, al cabo de un rato la silla perdió impulso y se detuvo, y Camila recobró el aliento.

Su sonrisa se fue desvaneciendo despacio y la risa infantil que resonaba en su cabeza comenzó a apagarse. Lo único que le quedó fue un silencio absoluto en la oficina desierta. Se puso a tararear y sus ojos inspeccionaron el desorganizado escritorio de Dinah lleno de muestrarios de telas, tarros de pintura, bocetos y revistas de interiorismo. Le llamó la atención una foto con un marco dorado. En ella aparecían Dinah, sus dos hermanas, tres hermanos y padres, todos apretujados en un sofá como si fuesen un equipo de fútbol. El parecido entre ellos era obvio. Tenían la nariz chata y pequeña y ojos con mirada penetrante que se achinaban cuando reían. En un rincón del marco había una tira de fotos de pasaporte de Dinah y su novio, ambos haciendo muecas a la cámara en las tres primeras. Pero en la cuarta se miraban amorosamente a los ojos.

Camila dejó de tararear y tragó saliva. Una vez había conocido aquella mirada.

Siguió contemplando el marco, procurando no recordar aquella época, pero, una vez más, perdió la batalla y se ahogó en el mar de recuerdos que inundó su mente.

Comenzó a sollozar. Quejidos apenas audibles al principio que no tardaron en salirle de la boca como lamentos surgidos de lo más hondo de su corazón. Podía oír su propio dolor. Cada lágrima era una llamada de auxilio que jamás había sido atendida y que ya no contaba con que lo fuera algún día. Y eso la hizo llorar aún más.

Camila tachó otro día del calendario con un bolígrafo rojo. Esta vez su madre llevaba fuera tres semanas justas. No se trataba de la ausencia más prolongada hasta la fecha, pero sí lo suficientemente larga para Camila. Escondió el calendario debajo de la cama y se acostó. Su padre la había enviado a su cuarto hacía tres horas cuando se hartó de verla excitada dando vueltas delante de la ventana de la sala de estar. Desde entonces había estado luchando para mantener los ojos abiertos. Tenía que combatir el sueño para no perderse el regreso de su madre. Esos eran los mejores momentos, porque su madre estaría de buen humor, contenta de estar en casa, le diría a Camila lo mucho que la había extrañado y la cubriría de abrazos y besos hasta tal punto que Camila olvidaría haber estado triste alguna vez.

Si pudieras verme ahora ( Camren)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora