El sol que entraba a raudales por la ventana del dormitorio despertó a Camila a las seis y ocho minutos de la mañana. Siempre dormía con las cortinas abiertas, costumbre que había adquirido al criarse en una granja, donde tendida en la cama veía por la ventana el sendero que cruzaba el jardín hasta la verja. Al otro lado comenzaba una carretera rural que se extendía en línea recta un par de kilómetros desde la granja. Cuando su madre regresaba de sus excursiones, Camila la veía caminar por la carretera no menos de veinte minutos antes de que llegara a casa. Reconocía sus andares en cuanto aparecía a lo lejos. Aquellos veinte minutos siempre se le hacían eternos a Camila. La larga carretera tenía un modo particular de aumentar la excitación de Camila, casi como si se burlara de ella.
Hasta que finalmente oía aquel ruido que conocía tan bien, el chirrido de la verja delantera. Los goznes oxidados hacían las veces de banda de bienvenida para el espíritu libre. Camila tenía una relación de amor y odio con aquella verja. Se burlaba de ella igual que el tramo recto de carretera y algunos días al oír el chirrido corría a ver quién había en la puerta y le caía el alma a los pies al encontrar sólo al cartero.
Camila había fastidiado a sus compañeras de cuarto en la universidad y a sus amantes con la manía de dejar las cortinas abiertas.
No sabía por qué había puesto tanto empeño en conservar aquella costumbre; desde luego no era porque siguiera esperando. Pero ahora que era una mujer adulta las cortinas descorridas hacían las veces de despertador; dejándolas abiertas sabía que la luz le impediría volver a sumirse en un sueño profundo. Hasta durmiendo se mantenía alerta y con la guardia bien alta. Camila se acostaba para descansar, no para soñar.
La luz que inundaba el dormitorio le hizo entrecerrar los ojos. La cabeza le iba a estallar. Necesitaba café, enseguida. Al otro lado de la ventana el canto de un pájaro resonaba en la quietud del campo. A lo lejos una vaca contestó a su llamada. Pero a pesar de la idílica mañana, aquella mañana de lunes no auguraba nada que Camila esperara con ilusión. Tendría que tratar de fijar una nueva cita para la reunión con los constructores del hotel, cosa que no resultaría sencilla, porque después del ardid publicitario publicado en los periódicos sobre el nuevo nido de amor en lo alto de la montaña estaban llegado diseñadores de todos los rincones del mundo deseosos de dar a conocer sus ideas. Camila estaba molesta; aquél era su territorio. Pero ése no era su único problema.
Luke estaba invitado a pasar el día con su abuelo en la granja. Para Camila hasta ahí todo iba bien. Lo que no la satisfacía tanto, hasta el punto de preocuparla, era que el abuelo también esperara a otra niña de seis años que se llamaba Lauren. Debería hablar seriamente con Luke acerca de ello, pues le daba miedo imaginar qué ocurriría si se mencionara la existencia de un amigo invisible a su padre.
Alejandro era un hombre de sesenta y cinco años, corpulento, ancho de espaldas, silencioso y un tanto huraño. La edad no le había suavizado el carácter, sino que más bien había acrecentado su amargura y su resentimiento, incluso su confusión. Era estrecho de miras y no estaba en absoluto dispuesto a abrirse o cambiar. Camila intentaba por lo menos comprender su difícil personalidad si ser así le hacía feliz, pero que ella supiera las opiniones de su padre lo frustraban y hacían más desdichada su vida. Siempre se mostraba serio, rara vez hablaba excepto con las vacas o las hortalizas, jamás reía y en las contadas ocasiones en que decidía que alguien era digno de que él le dirigiera la palabra, le soltaba una conferencia o un sermón. No era preciso contestarle. No hablaba para conversar. Hablaba para sentar cátedra. Pasaba muy poco tiempo con Luke, dado que no tenía paciencia para las poco realistas ideas de los niños, para sus tontos juegos y sus estupideces. A ojos de Camila lo único que a su padre le gustaba de Luke era que el chico era como un libro en blanco listo para ser llenado de información y sin el suficiente conocimiento para poner en tela de juicio o criticar lo que en él se vertía. Los cuentos de hadas y demás fantasías no tenían cabida para su padre. Camila sospechaba que en realidad aquélla era la única creencia que ambos compartían.
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Si pudieras verme ahora ( Camren)
FanficEn la vida de Camila Cabello todo tiene su sitio, desde las tazas para café exprés en su reluciente cocina hasta los muestrarios y los botes de pintura de su negocio de diseño de interiores. El orden y la precisión le dan una sensación de control so...