DOUGLAS

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CORREGIDO

—Aquí tiene, joven Douglas—levanté la vista del periódico, para ver a Bárbara inclinada a mi lado, poniendo el desayuno en la mesa.

—Gracias—le di un sorbo al chocolate caliente— ¿Dulce María y mi abuela no se han levantado?—ella se giró a verme, mientras movía unas arepas de maíz en el fogón.

—Cuando subí para organizar unas cosas, la Señora Adelaida se movió en la cama y me preguntó por la hora. El cuarto de la señorita estaba cerrado—

Me lo supuse.

Desde ayer en la tarde, las cosas habían cambiado en la casa. Primero la depresión de mi abuela por la forma tan descortés que la habían tratado sus hijas. Y luego el beso que Dulce María y yo habíamos compartido. Cuando nos apartamos por falta de aire, estaba demasiado nerviosa y tratando inútilmente de recoger los libros sin que se le volvieran a caer. Me incliné a ayudarla y antes de siquiera decir algo, ella se alejó de golpe con el rubor en el rostro y pretextando que debía marcharse.

Yo no pude dormir en toda la noche. Si no eran los ronquidos de tractor de mi abuela, me levantaba al baño y veía el cuarto de la enfermera con luces encendidas. En más de una ocasión me acerqué a su puerta con deseos de que habláramos al respecto. Pero siempre me detenía con la mano en alto, daba la vuelta y regresaba a mi habitación.

Estaba teniendo muchos sentimientos encontrados justo ahora. Por un lado aun sentía cariño por Meredith. No el de antes, pero no iba a dejar de significar algo importante en mi vida. Llevábamos mucho tiempo, juntos, y un amor así no iba a desaparecer de la noche a la mañana. La quería, pero me daba cuenta que ya no de la misma forma, y no lo suficiente como para casarme con ella. La boda ya no iba tan viento en popa. Y por el otro estaba Dulce María. Desde que la había conocido teníamos una conexión muy especial y sentía que algo muy fuerte tiraba de mi hacia ella, y presentía que ella estaba sintiendo lo mismo. Pero... nos conocíamos hacía más o menos un mes, un tiempo demasiado corto como para sentir cosas por alguien, o jurar que estaba enamorado.

Mi madre siempre me decía que debía darle tiempo al tiempo. Esperar con paciencia y ver por qué camino quería Dios que yo siguiera, y siempre, pasara lo que pasara, seguir a mi corazón y no a mi cabeza. Deseaba cada día tenerla conmigo al menos un ratito y platicarle lo que me pasaba, o desahogarme con ella y recibir sus consejos. Era en esos momentos en que me sentía confundido o nostálgico, cuando más la extrañaba.

—Buen día—miré hacia la entrada de la cocina, por donde la enfermera de mi abuela llegaba, ya vestida y mirando su teléfono.

El día de hoy no habíamos ido a trotar, debido a la lluvia. Por lo que recién todos nos despertábamos.

—Buen día—respondimos la cocinera y yo— ¿descansaste anoche?—levantó la vista, guardando el teléfono en su chaqueta.

—Sí, conseguí hacerlo a pesar de los ronquidos de Adela—sonrió, recibiendo el desayuno y dando las gracias.

—Me levanté en varias ocasiones para revisar a mi abuela y vi luz en tu cuarto—frunció el ceño un momento, pensativa.

—Ah sí, comencé a leer el libro y no podía parar—tomé el chocolate—lo termine hace un momento—me atraganté.

— ¿Qué tú qué?—tosí en una servilleta, mirándola sorprendido.

¿Quién se leía un libro en una noche? Yo si acaso con un poco de tiempo libre me demoraba lo mínimo cuatro días, y eso dependiendo del libro que me leyera.

Comprendí que estaba bromeando, cuando ocultó una sonrisa, agachando el rostro y el cabello cayéndole a la cara.

—Solo leí unos cuantos capítulos, se me estaban cerrando los ojos y cuando menos pensé, me quedé dormida, con la luz encendida y el libro caído—continué comiendo en silencio, ignorando la vocecita que repetía en mi cabeza que le preguntara que sintió luego del beso.

CON EL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora