DULCE MARÍA

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CORREGIDO

Sentí mi corazón latiendo desbocado, esperando el momento de poder cerrar la puerta y respirar con tranquilidad. Yo estaba aquí para seguir órdenes, y Adela no deseaba verlas al igual que su nieto. ¿Cómo iba a negarme a hacer lo que me pidieran? No era difícil. Yo tampoco ansiaba con alborozo tenerlas aquí. Solo querían saber el estado de su madre para preparar sus bolsillos y llenarlos con el testamento que tendrían con su muerte.

Nunca en el ancianato se habían preocupado realmente por su bienestar y por conocer su estado de ánimo. Solo la movían de un lado para otro a su amaño y gruñían decepcionadas cuando veían que la pobre mujer continuaba viva y en perfecto estado de salud. ¿Entonces porque debíamos darles explicaciones sobre el porqué de su salida? Las detestaba, y eso se había visto reflejado en la manera en que las traté. Normalmente yo era respetuosa y amable con quien se me acercara, pero si se metían conmigo o con alguien que me importara, sería su peor pesadilla.

Iba cerrando la puerta y escuchándolas quejarse, cuando un ruido como de estornudo, rompió el silencio. Lo reconocí, por lo mucho que había visto las gripes o alergias de la Señora Wilks. No podía ser de alguien más. Lucrecia y Marisela parecieron reconocerlo tambien, porque regresaron por donde habían venido, entrando de forma atropellada a la casa, empujándome y llamándome: muchacha insolente.

—Mamá, sal de donde estés, ya te escuchamos—vociferó Marisela.

Gemí, echando la cabeza hacia atrás, y deseando con todas mis fuerzas sacarlas de la casa con una patada en el trasero para cada una.

¿Por qué de todas las personas que podían venir a visitarnos, tenían que ser ellas?

Adela salió con paso rezagado y sujetándose del brazo de su nieto. Ambas cruzadas de brazos, negaron con la cabeza echando humo por las orejas y espuma por la boca. Se plantó frente a ellas de brazos cruzados y con la mandíbula apretada.

— ¿Qué hacen aquí, y que quieren, par de malagradecidas?—Me situé detrás de Adela junto a su nieto, esperando el momento a defenderla.

— ¿Quién será la malagradecida ahora, que bastante es que le paguemos su hospedaje en el ancianato y sale y se va sin nuestro permiso y consentimiento?—Antes de siquiera meterme en medio, la abuela sacó fuerza suficiente para tomarlas a ambas del cabello y darles un tirón.

—Todavía puedo ponerlas en mis rodillas y darles unas cuantas palmadas. Puedo estar anciana pero sigo siendo su madre, que no se les olvide—

Al parecer no necesitaba que la defendieran.

—Es increíble que tú te hayas atrevido a esto mamá, y muchísimo más— miraron a su sobrino—que tú la apoyaras. Debería darte vergüenza. Sabes muy bien que tu madre no lo habría aprobado—

Lo vi apretar la mano en el posa brazos del sofá. Molesto, porque metieran a su madre en medio.

Después del regaño de Adelaida, y que ellas juraran portarse mejor, Bárbara se asomó a preguntar si gustaban café y galletas para la charla. Nos sentamos en los muebles a escuchar que querían las hijas hipócritas. Y por más que Douglas trató de que ellas se sentaran en el mismo sofá que su madre, ambas se negaron rotundamente, sentándose lo más lejos posible de ella. Las muy cobardes o tenían miedo de que su madre si cumpliera su palabra y las golpeara en el trasero, o eran tan despreciativas que sentían asco solo con estar a centímetros de ella.

En un principio yo intenté retirarme, argumentando que siendo temas familiares, no eran de mi incumbencia. Abu Adelaida no me lo permitió. Me tomó del brazo desde donde estaba sentada con su nieto, y me suplicó con la mirada que no la dejara con esas mujeres. Me dio tanta lastima, que le sonreí y me senté con ella en el sofá, tomándole una mano, en completo silencio.

CON EL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora