DOUGLAS

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—Y todavía me pregunto, porque tienes que marcharte así, cuando estábamos pasándola tan genial—me acomodé frente al espejo la corbata y los gemelos de la camisa.

—Porque mis padres tuvieron un accidente. Según los médicos, mi padre murió y mi madre está peligrosamente cerca de seguirlo, pero se ha rehusado a marcharse sin hablar conmigo antes—

La vi mover las piernas, acostada boca abajo, solo cubriéndola una sábana. Su cabello rubio trigal, cayéndole alrededor de la cara.

— ¿Y eso qué? Manda una carta con tu más sentido pésame y continuemos con la diversión—me volteé a encararla.

—Son mis padres, Meredith. Ellos están por encima de ti, que te quede claro—se acostó boca arriba con un gruñido y dejando su cabeza colgando fuera de la cama.

—Son «tus padres»—remarcó comillas—ahora que murieron y que te puede tocar la herencia. Pero dime algo, ¿lo eran cuando te pedían que los visitaras y siempre te excusabas con estar ocupado? que poco amoroso eres, querido. Solo te importa el dinero que te dejarán—me ajusté la chaqueta del traje.

—No. Yo los iba a visitar cada año y siempre los llamaba cuando podía. Eres tú la que quiere la herencia. Y créeme, querida. No eres ni hija ni nieta, así que no te va a tocar—le di un beso en los labios. 

Se cruzó de brazos, enfurruscada.

—Como decía. Que poco amoroso eres, querido—la puerta del cuarto sonó con dos leves golpes. 

Cubrí a Mer con la sábana hasta la cabeza.

—Adelante—grité.

Bárbara, el ama de llaves, se asomó cautelosa.

—Señor Douglas, las maletas están empacadas y el jet está listo—miró avergonzada hacia la cama, donde Meredith le movió la mano en un saludo.

Sonreí.

—Gracias, Bárbara—ella asintió una vez y se retiró, cerrando la puerta—me voy—me incliné y le di un beso en la frente.

— ¿Y no podemos tener un rapidín antes?—negué, encaminándome a la salida.

—No. Esto no da espera, pero te prometo que al volver tendrás todos los rapidínes que quieras—sonrió, batiendo palmas—ah, y si quieres pídele a Bárbara que te haga el desayuno—cerré tras de mí, bajando al primer piso por las escaleras de caracol. 

Raúl, mi conductor personal, me esperaba en la puerta.

— ¿Todo listo, señor?—afirmé, saliendo y despidiéndome en el camino de Bárbara.

—Que Dios me lo guarde, señor Douglas—me dio la bendición.

Era de nacionalidad mexicana.

—Nos vemos en unos días, Barbarita—me marché.

Mis padres, Margarita y Henry Montoya me habían enviado aquí a Canadá a estudiar, cuando tenía catorce años. Bárbara que era amiga de mi padre me había recibido en su casa, y ahora que yo tenía toda mi vida hecha, la había contratado como mi ama de llaves y no me arrepentía en lo absoluto. Convertido ahora en un médico pediatra, vivía como un rey. A Meredith la había conocido cuando llegó al hospital con su sobrino, que jugando se había quebrado la pierna. Me flechó al instante. Llevábamos cuatro años juntos y era ahora mi prometida. Nos casaríamos en dos meses. Y aunque antes pensara que mi vida era perfecta, ya veía que no del todo.

Mi padre había muerto y mi madre estaba gravemente enferma. Volvería a verles la cara a mis tías fastidiosas, y no tenía ni idea que había sido de mi abuela. Mamá zanjaba el tema siempre que le preguntaba, y mis tías sólo decían que había muerto hacía mucho. Yo no tragaba tan entero. Una vez en Colombia aprovecharía y averiguaría al respecto.

CON EL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora