El nuevo plan era ir a Vancouver.
Caminamos por los kilómetros de llanura y al pisar el bosque empezamos a correr. Los troncos robustos cada vez se alejaban menos. Las luces místicas dentro de los árboles se hicieron ver, y entre ambos, el portal en su más espléndida refracción. Lo atravesamos, suspendiéndonos por milésima de segundo. Después de sentir que me ahogaba por falta de aire, llegamos a Vancouver estrellándonos contra en suelo. Di un par de vueltas más que Eric, frenando contra un árbol cuyo impacto lo sacudió. Inevitablemente el golpe me sacó el aire de los pulmones. Abrí la boca en busca de oxígeno pudiéndolo recibir a duras penas. Unos brazos se aproximaron y arrastraron:
—Casi te matas. ¿Entiendes que si en vez de haberte dado en el estómago te das en la cabeza, te matas?
¿Cómo le decía a Eric que tratar de levantarme no ayudaba? Las palabras solo se reproducían en mi cabeza. Me dejó tumbada, hecha un ovillo.
—¿No hay otra... otra manera de caer que no sea con un golpe?
—Te acostumbrarás con el tiempo.
El aire me llenó el pecho luego de unos cuantos de minutos.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
Tragué seco.
—Un poco, gracias. —Me coloqué la mano en el estómago.
Las pulsaciones se calmaron en cuanto pude respirar sin necesidad de abrir la boca.
—Hay que irnos. —Me levantó con cuidado.
Traté de caminar por mi cuenta, alejándome de él. No deseaba que tuviese que cargar con mis pesares. Eric me sujetó por un costado al observar mi postura chueca.
—Déjate ayudar, ¿quieres? No entiendo cuál es ese afán tuyo de rechazar a las personas cuando muestran compasión por ti.
Volví la cara, exhausta. Lo llevaría a mi casa esperando haber tomado la ruta correcta.
Dejé de necesitarlo cuando pude enderezarme.
Ya cerca, se notaba a varios metros la ventana escarranchada de mi cuarto.
—¿Ves esa ventana? —Señalé con el dedo—. Por ahí salté cuando el espíritu me persiguió.
—No está tan alta —comentó.
—Para alguien que no salta ni la cuerda, sí.
Ya en el frente busqué el juego de llaves que guardaba debajo de una maseta de plantas medicinales, en el porche. Abrí la puerta y encontré todo como lo había dejado.
—¿Tienes hambre? —Dejé las llaves sobre la mesa.
—No tanto.
Eric caminaba de un lado a otro como si estuviese en un campo de minas: cuidando cada pisada. Bajo el juego de muebles se encontraba una alfombra gris que se limitó a atravesar por lo delicada que aparentaba ser la tela peluda.
Mientras buscaba en el refrigerador algo rápido para hacer, me asomé desde la cocina. Eric tenía la mirada perdida en los cuadros que me había regalado mi madre tres días después de confesarle que quería vivir en esta casa. ¿Qué pensarían mis padres si supieran que había metido a un extraño?
—¿Podrías dejar el arma... —vi con meticulosidad sus piernas— las armas sobre la mesa? Ya está lista la comida.
—¡Pero qué maravilla! ¿Cocinas así de rápido?
—Son sándwiches.
Nos sentamos en los banquitos de la cocina. Durante el par de días que llevaba conociendo a Eric sabía que esa actitud curiosa era sinónimo de estudio. Mi mamá decía que las casas representaban quiénes éramos mediante la limpieza y los objetos. En este caso la mía me definía como una joven aparentemente culta y desorganizada por la pequeña biblioteca donde guardaba enciclopedias, diccionarios, álbumes de fotografías y revistas. ¡Ni tan desorganizada! Cada uno estaba situado en un apartado distinto. Y por la limpieza no debía preocuparme tanto, solo era yo.
ESTÁS LEYENDO
A flor de piel [1]
FantasyTras escapar de su casa, Nina Cole halla en el bosque un portal mágico que la trasportará a un castillo donde cientos de jóvenes llamados Hayashers se adiestran en combate con el propósito de estar capacitados para los posibles ataques por parte del...