CAPÍTULO 11 - EL PESO DE LA CONSCIENCIA

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El portal nos dejó en el campo a metros de la casa de mis padres. Me resultaba melancólico volver y decir que la casa era de ellos cuando claramente también seguía siendo mía.

Eric se apreciaba a gusto mirando las vacas masticar el verdoso pastizal. Varias de ellas habían sido responsables de mi crecimiento hasta que me mudé y fui destetada de este pequeño pueblo. Avisté la carretera principal solitaria. Caminamos por el ferviente asfalto donde, incluso usando botas, el calor se traspasaba. Recorrimos las primeras casitas de madera acercándonos a la única que conservaba dos mecedoras en el porche que solían asustar a los niños cuando regresaban del colegio.

Antes de quitarle el seguro a la cerca desteñida le sugerí a Eric quedarse afuera. Él ya sabía el protocolo. No le extrañaba que se lo dijera, de hecho, él mismo se apartaba y decía mentalmente «te espero aquí». Sería inevitable que mis progenitores pensaran que abandonaría la universidad por sus influencias negativas al «pretenderme», sin embargo, lo correcto era que estuviese presente como el encargado de mi tutela en el castillo.

Toqué la puerta.

Eric contemplaba a los cabalgadores arrear a las vacas con ayuda de un par de perros que las seguían y evitaban que se desviaran de la ruta.

Oí el tintinear de las llaves.

—¿Quién...? —Mi padre abrió la puerta—. Vanina, hija, ¿qué haces aquí? ¿Pasó algo? ¿Le pasó algo a tu tío? —Me abrazó—. ¿Se metieron en la casa de la tía Ana?

Desde que tenía uso de razón mi padre siempre había sido nervioso cuando se trataba de mí. Se colocaba en los peores escenarios en su cabeza preparándose mentalmente para responder al caos. En uno de esos escenarios figuraba el día en que alguien intentara propasarse conmigo, y a «alguien» se refería a cuando tuviera novio. ¡Dios mío! Dijo que sería capaz de matarlo. No le creía mucho pero cuando recordaba que de joven había pertenecido a la fuerza armada ya no lo dudaba. Así que jamás le conté sobre eme, efe y menos de jota.

—Perdón por venir sin avisar. —Oí su corazón latir—. No le pasó nada al tío y tampoco a la casa. Solo vine a visitarlos.

—¡Aiden! —llamó a mamá—. ¡Aiden, llegó Nina!

El delicioso olor a ajo y cebolla que venía de la cocina cuando guisaban carne me produjo un sentimiento de nostalgia. Era extraño regresar y ver los objetos como si ya no me pertenecieran, como si hubiesen sido prestados.

Vi al final del pasillo una figura esbelta a contraluz que corría hacia mí sosteniendo un cucharón en la mano.

—Vanina... —Mi madre me rodeó con sus brazos delgados conteniendo las lágrimas. Sentí por un instante que haberme ido a estudiar a otro país pudo haberles afectado más lo que esperaba.

—No, mami... —La apreté—. Me vas a hacer llorar a mí también.

Se apartó colocándome las manos en los hombros. Mi padre le quitó el cucharón.

—Vanina... es la cebolla.

Su manera de alargar el tacto demostraba que no era la cebolla. En sus ojos color océano aún llovía.

—Mamá... —Sentí el labio temblarme—. Ya no llores.

Se estrujó las mejillas con el delantal.

—Iré al baño. —Se sorbió la nariz—. No te preocupes. Vayan a la cocina.

Mi padre pasó su brazo por mi cuello.

—Bueno, ¿qué tal la universidad? ¿Te gusta? ¿Tienes compañeritas?

Antes de irme él siempre me decía que era imprescindible tener un grupo de amigos con los que pudiera contar en situaciones de riesgo, claro, la universidad no era como la guerra, aunque en ciertos aspectos tenían similitud; tuve que salvar a un par de amigas pasándole las respuestas dentro de un sacapuntas.

A flor de piel [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora