CAPÍTULO 12 - LA CONSIGNA

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Salté al pavimento con el corazón en la garganta queriendo cruzar la calle. Alcé la vista tratando de discernir su sombra en alguna de las personas que transitaban las aceras, hallando perfiles ajenos que de alguna manera me recalcaron su abandono.

Un campesino que solía vender pan a diario en el porche de su casa, a seis o siete metros de la mía, era el sujeto indicado para informarme sobre el paradero de un joven, algo atlético y de cabello oscuro, que había llegado conmigo hacía quince o veinte minutos. Tuvo que haberlo visto. Ese hombre pasaba todo el día sentado hasta que la última bolsa de pan se vendiera. Yendo hacia su casa, un apretón en la muñeca impidió que continuara el trayecto. Me volví, encandilada, reconociendo las facciones de Eric.

—Ey, ¿a dónde vas? —El desconcierto se talló en su cara—. ¿Pensabas irte sin mí?

—¡Ay, Dios! —Lo llevé a la acera al notar que una camioneta se avecinaba—. Te voy a matar un día de estos. Pensé que te habías ido.

—¿Tú pensaste que yo me había ido? ¡Ja! Eres tú la que te estás alejando de tu casa. ¿A dónde ibas, eh? —Se cruzó de brazos.

—A ningún lado, te estaba buscando. ¿Por qué te fuiste?

—Que no me fui, estaba viendo el lugar. Me gusta el paisaje de este sitio —comentó, sin notar que estaba al borde del pánico—. ¿Por qué esa cara? ¿Te dijeron que no podías ir?

Rodé los ojos. Él no entendía que aún mi lógica se disputaba en creer que había un castillo en Rusia donde se manipulaba el fuego, se leían las mentes y existía un portal mágico.

—Pensé por un momento que no eras real.

—Ya te dije que no me fui.

—¡Sí, ya entendí!

Regresamos a Vancouver a comer el guisado que por poco se quemaba.

Siempre me preguntaba cómo sabía el portal a dónde quería ir. Eric respondió esa pregunta aclarando que nuestra mente era la que le indicaba el destino, ese era otro de los conjuros asignados por la directora Mai.

—¿Qué quieres hacer después de terminar aquí? —preguntó Eric, dividiendo un pan en dos pedazos.

—¿De qué hablas? ¿No debemos irnos al castillo?

—No —Untó mantequilla—, no hoy. Podríamos irnos mañana. De Vancouver al castillo existen más o menos dieciséis horas de diferencia.

—¿Qué? —dije con la boca llena—. No entiendo.

—Si nos vamos ahora llegaremos a las nueve de la mañana, y para llegar a esa hora, mejor nos quedamos aquí. Relájate un poco. Saldremos cuando amanezca para llegar en la noche.

—Eric —Tragué—, ¿cuál es la diferencia de irnos ahora a irnos en la mañana?

—Es tu última noche aquí —manifestó casi entristecido— y nos podemos ir en vómito.

—Claro. —Llevé mi plato al fregadero.

—Mira el lado positivo, tienes esta noche para hacer lo que tú quieras con la única condición de que no te duermas.

—Creo poder lograrlo. —Lavé el plato y lo dejé en el escurridero.

—De igual forma esto te sirve como entrenamiento. En algunas misiones siempre es necesario que alguien haga guardia mientras los demás duermen.

Giré el rostro.

—¿Dices que yo seré la que...?

—Digo que tienes que estar preparada para todo. Si te toca estar sola en el bosque o en cualquier otro lugar no puedes dormir hasta estar segura de que no hay alguien por ahí merodeando la zona. Te matarían en un abrir y cerrar de ojos.

A flor de piel [1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora