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Eran casi las seis de la tarde y recién llegaba a mi casa ¿la razón? el maldito aniversario del liceo. Estábamos divididos por colores, cada una de un color distinto y en total tres: naranja, celeste y verde.

Mi curso formaba parte de los celestes y a partir de la próxima semana comenzarían las competencias, en las que desgraciadamente me inscribieron.

Pero solo en dos por suerte aunque las más duras, según yo.

>Quién come más rápido un pastel -les sorprendería verme comer, parezco aspiradora.
>Canto.

No sé de dónde mierda sacaron la idea de lo último ¡canto como foca agonizante! O eso creo, jamás he intentado cantar bien, cantar mal a propósito es más divertido. Se me venía una larga semana.

Exhausta entré a mi habitación con la esperanza de poder descansar y dormir. Mis pies me dolían y la cabeza me latía, me había dolido durante el último periodo y los gritos de los demás no ayudaban mucho que digamos. 

Pero yo soy yo, y no me puedo permitir un día de tranquilidad.

Mi habitación estaba literalmente patas arriba, mi cama deshecha, mis peluches regados en el suelo, mis libros bloqueando la puerta, manchas de pintura en la pared y una Kat embetunada de azul sobre la alfombra con un pincel en la mano.

Eché un vistazo a las demás habitaciones y no había nadie, solo la luz del baño estaba prendida y el secador de pelo se escuchaba dentro. Toqué despacio la puerta y esperé por respuesta.

—Casi termino. —Responden y vuelven a encender el secador.
— ¿La mamá y la Maite?
—La mamá trabajando y la Maite fue a ver unas weas.
—Wena —murmuro y recuerdo mi habitación.

Vuelvo a abrir aquella puerta y encuentro lo mismo de la vez anterior: pintura, desorden, Kat sucia.

—Puta, Katarina ya estas vieja como para andar haciendo este desorden —gruño. — ¿Cuándo pararas de dejar un chiquero aquí? Esta ya no es tu pieza, es mía.

Me mira algunos segundos descifrando mi mensaje y luego se pone de pie y desaparece tras la puerta de su habitación. Teresa era una inconsciente por dejar a la Kat a su suerte mientras ella se duchaba.

Pero mi cansancio era mayor que mis ganas de actuar responsablemente. Le puse Rapunzel en la tele y me fui a lanzar sobre mi cama, o el intento de cama que era, con esa película no se movería en un buen rato.

(...)

La oscuridad llenaba los alrededores y yo solo miraba por la ventana mientras el aburrimiento se apoderaba de mí. Habíamos ido a comer donde mi abuelita y ahora volvíamos a casa, pero una idea —mala— pasó por la mente de mi mamá mientras volvíamos. Pasábamos cerca de un parque y mi mamá dijo:

— ¿Quieren aprender a conducir?
— ¡Si! —respondieron mis hermanas.

Yo solo me di una palmada imaginaria en la cara ya que una real no me podía dar el lujo de dar. El yeso me impedía mover el brazo y el otro me daba flojera sacarlo del bolsillo.

La Anto estaba al volante, cabe decir que solo tiene trece, y yo estaba nerviosa. Tenía la mala costumbre de frenar y dejarnos pegadas al parabrisas.

—Mamá, que no conduzca. —Me quejé y Kat me miró enojada. Pero lucía más tierna que intimidante.
—Sí, —responde a la contra mía — que conduzca, quiero ver a Jesús.

Entonces la miro con ojos de plato y balbuceo un poco.

—Tienes solo seis, ¿enserio ya quieres ver a Jesús?
—Sí, quiero ver a Jesús.

estúpida, pero con estilo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora