Prólogo

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Nueva York, actualidad

Verónica

Siento el frío en los huesos, como si estuviera paralizada, pero a pesar de eso continúo corriendo. El corazón manda sangre a todo mi cuerpo y eso me da la fuerza necesaria para poder correr más rápido y escapar de él. No puedo permitir que me atrape. La nieve me absorbe y hace mi carrera más difícil. Esta capa blanca calla todos los pequeños e insignificantes sonidos. Cubre mis pasos, haciéndolos silenciosos. Mudos. A mi alrededor hay sólo silencio. Un silencio que da miedo, que me recuerda que estoy sola y vía de escape. El único sonido viene de mi pecho: es el sonido de un corazón que está por explotar. Quiere salir de mi caja torácica. Late, ansioso por detenerse para siempre. Me siento como un animal dentro de una jaula, en una trampa porque sé lo que me pasará cuando él me atrape.

A lo lejos veo una vieja cabaña abandonada. Corro lo más rápido que puedo para llegar y esconderme dentro, pero veo que la puerta está cerrada. Mis manos congeladas son incapaces de abrirla, pero me obligo a pensar con lucidez y encontrar una solución. Tengo que poder abrirla.

Me arrodillo en el suelo y empiezo a cavar en la nieve con la esperanza de encontrar una piedra para romper la cerradura. El frío me está matando. Mi garganta atrofiada parece estar llena de sangre. Escupo en el suelo para deshacerme de aquel líquido rojo y me doy cuenta de que solo es una sensación desagradable. La saliva es blanca. Pero pequeñas gotas rojas empiezan a colorear aquella capa blanca. Llevo mi mano al lugar donde arde y - cuando rozo el cuello - siento mis dedos bañarse de un líquido caliente y viscoso. Cuando veo la sangre me vienen arcadas: mis dedos están rojos, como los de él. Sin detenerme, sigo cavando, sin detenerme. Pero solo encuentro blanco y más blanco. Siento como las fuerzas me están abandonando y me dejan ir. Me gustaría tener tranquilidad. Quisiera no sentir nada más. Me dejaría caer en el olvido y ponerle fin a todo el infierno que es mi vida. Él la hizo así. No tenía nada y él me dio el mundo, haciéndome parte de él. Para después, destruirme.

Cuando escucho su voz susurrar mi nombre, el miedo me arrastra como la fuerza oscura de una tempestad. Me vuelvo a levantar con rapidez y comienzo a correr de nuevo. Esta vez, más rápido que antes.

Tengo que escapar. No me debe de atrapar.

Corro. Solo escucho mi corazón y mi respiración cuando un rayo de luz completamente blanco me absorbe. Soy cegada por aquel rayo luminoso y todo a mi alrededor comienza a desaparecer. La nieve desaparece, cediendo su lugar a un amplio cielo cubierto de nubes grises. Mi cuerpo parece despertar de aquel estado de congelamiento, mis latidos y mi respiración se ralentizan. Suelto un suspiro de alivio, pero cuando veo lo que tengo enfrente me paralizo. Me siento acorralada y recuerdo que estoy en la punta de un precipicio, literalmente. Frente a mis ojos, un campo de rosas marchitas. Están negras, casi muertas, cubiertas por un líquido rojo oscuro que busca devolverles su color original. Comienzo a sentir el fuerte olor asqueroso de la sangre. Sé a qué cosa pertenece ese olor. Ese olor que me recuerda que esas rosas representan una a una todas sus víctimas.

Su perfume penetra mis fosas nasales y su cara de satisfacción aparece frente a mí. Esa sonrisa malvada y esos ojos de hielo que me ven de manera divertida.

«Nunca te desharás de mí»

Sus palabras suenan como una promesa. Entre las manos tiene una rosa, la que me pertenece. La que me representa. La que me hace saber que tal vez ha llegado también mi hora.

Me despierto de un salto sintiendo el insistente sonido de la alarma. Suelto un suspiro de alivio cuando recuerdo que estoy en mi habitación, en mi casa en Nueva York. Aquí estoy segura. Nadie me conoce y nadie puede encontrarme. Él está muerto. Fui capaz de escapar, dejé todo a mis espaldas, salvo el pasado. Ese sigue persiguiéndome por las noches. No me deja en paz

Y tal vez jamás me dejará.

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