Capítulo 45

25 3 0
                                    

La última piedra fue colocada de nuevo en su lugar en el preciso instante en el que un guerrero aparecía al final del pasillo.

Analía alzó la mano hacia su collar, pero los dedos se toparon con la piel de su escote. Por un momento había olvidado que se lo había dado a su prometido para que lo guardase hasta que volviesen a verse.

Se acercó a Azazel, que había seguido toda la conversación que había habido minutos antes con total atención, y lo ayudó a caminar apoyado sobre ella. Si el guerrero entraba en ese pasillo, solo podía ser para ir a buscar a uno de ellos. Se quedaron frente a la puerta esperando con aparente calma, pero ambos podían sentir la tensión del otro.

Entre las sombras, el resto de encarcelados esperaban ver a quién se llevarían. Había una razón por la que los nuevos siempre eran colocados entre ellos y es que la mayoría tenían el rostro desfigurado por la tortura a la que habían sido sometidos. Y, si no se equivocaba, la tortura predilecta era el fuego, o así lo hacía ver la piel de los hombres que había visto al pasar.

El guerrero se detuvo ante su celda y le hizo una seña mientras abría la puerta. Ayudó a Azazel a apoyarse en la pared, este soltó un suspiro aliviado a ver que le darían una tregua, y salió tras el hombre que le lanzó una mirada de disculpa antes de comenzar a andar.

Giraron hacia el pasillo principal en el mismo momento en que Vailán se colocaba a su lado y apoyaba su mano en la espalda de la chica haciéndola andar entre un gran número soldados que la miraban con lascivia al pasar.

—Por esto nadie intenta huir —susurró en su oído arrastrándola hacia otro de los pasillos.

Un escalofrío la recorrió al comprender a que temían los encarcelados. No era la muerte lo que su tío defendía, era la tortura de familiares, niños en su mayoría.

A partir de ese día, jamás podría borrar de su mente lo que sus retinas habían captado. Niños siendo arrastrados por soldados el doble de grandes que ellos, llevándolos sujetos por gruesas cadenas que tintineaban ante los vacilantes pasos de los pequeños. Pero lo que más le había conmocionado había sido ver las marcas de sus rostros. Una llama envuelta en un círculo, marcada a fuego, destacaba entre los golpes que adornaban sus angelicales rostros.

—Desgraciado —dijo provocando que el hombre rechinase los dientes al escucharla, no debían llamar la atención. Analía se disculpó, pero sus puños, tornados blanco por la fuerza con la que los cerraba, hablaban por si solos.

—Por aquí —La guio con firmeza a través de El Túnel hasta llegar a dos grandes puertas de madera que se encontraban en un pasillo aislado.

—Espera —lo detuvo—. ¿Tú has torturado a niños? —preguntó con un nudo en la garganta, jamás podría perdonarlo si así fuera.

—No, de todas las torturas se encarga un solo hombre. Esta es la primera vez en mucho tiempo que voy a entrar aquí.

—Si no deberías estar aquí, ¿por qué lo haces? —inquirió mirándolo con seriedad.

—No voy a dejar que pase por esto sola —prometió abriendo las puertas y obligándola a entrar en la sala.

Las torres de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora