Capítulo 47

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Habían pasado un par de días y nadie había vuelto a buscarla. Su cuerpo se resentía de los golpes haciendo que apenas pudiese moverse.

Azazel curó sus heridas de la misma forma que ella lo hizo días atrás, pero fue Yuliel quien la ayudó a sanar desde el interior. El hombre no la dejaba sola, a pesar de estar en otra celda, la obligaba a hablar de cualquier cosa, desde su infancia hasta de su plan para reconquistar el castillo. Todo con tal de que el tiempo se le hiciese más corto y el dolor pasase a un segundo plano.

El resto de presos escuchaban en silencio unas veces y contaban sus propias historias otras, normalmente esto sucedía cuando Analía estaba demasiado cansada como para seguir hablando.

Nadie excepto Vailán y el otro guerrero habían vuelto a aparecer en las sesiones de tortura. Su hombre había estado a punto de agredir al que le infligía dolor en varias de las ocasiones, pero ante una mirada de la joven se detenía. Podía aguantar y una actuación imprudente acarrearía demasiados problemas con los que no estaba dispuesta a lidiar.

El último día tuvieron que parar a mitad porque algo ocurrió, no sabía el qué, pero estaba segura de que tenía que ver con su abuelo. Desde entonces, nadie volvió a molestarla, ni siquiera Vailán bajó a contarle lo ocurrido.

Por él sabía que los otros infiltrados del castillo se encontraban bien. Lida llegó a salvo al campamento y desde entonces, se quedaba allí. Vincent seguía en las cocinas haciendo de intermediario de los mensajes que llegaban y se enviaban, mientras, David pasaba el tiempo entre el campamento y el pasadizo esperando órdenes.

Las mismas piedras que la vez anterior volvieron a caer con un ruido seco sobre el suelo frente a la celda, cayendo a su lado su querida dama de compañía y el padre de su prometido que la miró con una cálida sonrisa antes de girarse buscando a alguien.

—Señora —susurró Lizet al ver las marcas de su cuerpo.

Al escuchar el tono asustado de la chica Néstor volvió a mirarla, destelleando la furia en sus ojos al comprender lo que había ocurrido. Su hijo les había hecho llegar una nota de Vailán donde les contaba lo ocurrido, pero no esperaba encontrarse el cuerpo de la joven tan magullado.

—Hola —contestó agradecida acercándose a las rejas.

Néstor deslizó sus dedos por el rostro de la chica con cariño mientras la sed de venganza se instalaba en sus pupilas.

—No hay mucho tiempo —expuso antes de girarse de nuevo.

—La celda de enfrente —habló Analía sabiendo lo que el hombre buscaba. Frente a ellos, escondido entre las sombras un Yuliel demasiado sorprendido, esperaba su turno para hablar.

—Néstor —llamó saliendo a la luz.

El susodicho lo miró de arriba abajo como si le costase reconocerlo, pero al final alzó la mano colocándola sobre el hombro de su suegro que se la apretó devolviéndole el silencioso saludo.

—No tenemos tiempo para reencuentros —comenzó Lizet sacando del saco que llevaba diferentes prendas de ropa. Se las extendió a su señora y siguió explicando—. Van a juzgarte esta misma tarde, alegarán traición y su condena es la horca, sabes lo que eso significa. No estarás sola, pero vas a depender de tu capacidad para sobrevivir, ¿te ves capaz? —inquirió en el último minuto al ver como se apoyaba en las rejas.

—Soy perfectamente capaz —respondió alzando la mano para que Lizet le acercase en fajo de ropa.

—No vas a poder llevar tus armas contigo, pero me ha dado esto para ti —No hizo falta que dijese quién, él colgante de la mariposa reposaba encima del montón que le acercaba su dama de compañía.

Mientras se cambiaba con movimientos bruscos, Analía podía ver a Néstor forzando con su daga la cerradura de varios de los presos.

Cuando la falda fue sustituida por unos cómodos pantalones y la camisa manchada de sangre por una limpia, el hombre volvió a alzar la voz con una promesa impregnada en ella.

—No estarás sola.

—Lo sé —respondió segura de que ese era el último día de reinado de su tío.

—Sé que te vas a cuidar, pero, princesa, te quiero viva —dijo mirándola con una sonrisa que denotaba el orgullo que sentía—. Nadie ha podido vencerte nunca en combate, no lo cambies ahora —ordenó extendiendo su mano para estrechar la suya en señal de respeto.

Analía apreció la familiaridad con la que le hablaba y en un impulsó sujetó su mano antes de que se fuese por donde había llegado.

—Necesito un favor.

—Lo que sea.

Analía le dio la espalda y sacudió su melena mientras hablaba:

—¿Podrías trenzarlo?

—Será un honor —correspondió el hombre. Lo que la princesa le estaba pidiendo era uno de los mayores honores que nadie podría hacerle, le estaba aceptando en su familia. Cuando alguien iba a combatir, el encargado de trenzarle el pelo siempre era la persona más querida por el guerrero, muchas veces el familiar de mayor edad.

Sus manos se movieron con celeridad por los laterales de la cabeza de la chica, dejando el centro del mismo caer suelto. Si hubiese ido por ella habría imitado a los suyos, rapándose los laterales, pero no había tiempo y las trenzas bien la relacionaban con su abuelo, además del color azul que adornaba sus mechones.

—Suerte —deseó cuando ambos desaparecieron de nuevo por el mismo hueco por el que habían llegado.

Las torres de la mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora