Capítulo 41: Aire y desaire

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Las lágrimas de un padre por haber perdido a su hijo eran terribles, dolorosas, lacerantes. Nadie podía entender cuan desgarrador resultaba saber que soltaste a la personita más importante de tu mundo y la destinaste a un suplicio que no se merecía. La impotencia era lo que más te carcomía la mente. Las diversas posibilidades de acciones que pudieron haber cambiado el presente sólo te envolvían en la locura.

Tsuna gritaba el nombre de su hijo con insistencia, de modo que el tono agudo que emitía rebotaba en todas las paredes cercanas y hacía eco en esa prisión esclavista. «¡Sora!», seguramente ya todos se sabían en nombre de su hijo pues no se cansaba de repetirlo, así como un sinnúmero de maldiciones hacia los que le infringieron tamaña herida. Gruñó, bramó, gritó hasta que su voz se fue apagando de a poco debido al daño en su garganta, mas, no se rendía, con lo poco que se le escuchaba seguía insistiendo. Sin embargo, estaba consciente de que los carceleros harían oídos sordos a sus súplicas.



—¡Cállate de una maldita vez, peste!

—¡Devuélvanme a mi hijo! ¡AHORA!

—Eso jamás pasará

—Entonces formaré una revuelta en este sitio. Le arrancaré la garganta a cada soldado que se interponga. Los mataré a todos los que me impidan llegar a MI HIJO

—¿Y tan siquiera crees que vivirás mucho como para cumplir eso? —sonreían con altanería— Ya no eres el favorito. Estás condenado

—LAS PESTES SON USTEDES

—Te quitarán la voluntad —reía con una lúgubre tonalidad—. Con una sola lobotomía todo estará mejor y dejaremos de escuchar tu fastidiosa voz

—¡MUÉRANSE! —mascullaba con desesperación pues ya vio a dos de sus congéneres salir de esas celdas para que se les aplicara esa intervención, ellos regresaron como dos muñequitos y nada más. Dos cuerpos huecos que no se quejaban ante el maltrato y obedecían órdenes sencillas porque sus cerebros seguramente fueron destrozados para quitarles la libertad de pensamiento y accionar. Nada más grotesco podía pasar

—Serás sólo una mascota más... o incluso pueda que te maten en la sala de cirugía —esas eran las palabras de los soldados que venían a burlarse de su nuevo prisionero



Tsunayoshi sollozaba porque sabía que a su hijo sólo le esperaba infortunio en medio de cables, aparatos, investigadores y torturadores. Si ellos, la armada, lo tenían en sus manos, el destino de Sora sería una muerte temprana. Maldecía a todos esos malparidos porque habían sido crueles, inhumanos, insanos; porque valían una mierda. Gritaba palabras en pro de su venganza, de odio contra el maldito que lo traicionó. Seguía desquitándose contra los barrotes y las paredes que lo enjaulaban, ni siquiera le importaba el daño físico que él mismo se estaba aplicando. Frotaba el bozal en contra del piso o cualquier superficie firme con la esperanza de quitárselo y así al menos tener la esperanza de arrancarle la garganta al primer guardia que viera. Quería huir, pero no sabía cómo. Sólo le quedaba llorar sin descanso, escuchando a sus congéneres en las jaulas adjuntas quienes trataban de calmar un poquito de su dolor, pero era inútil.

Si Sora no estaba a su lado, él seguiría un camino hacia el mismísimo averno.



—¡NO LA TRATES ASÍ! –gritaba alguien que era empujado por aquellas celdas. Las luces de ese pasillo maloliente se encendían progresivamente dando a entender que alguien había sido capturado e iba a ser encerrado como un animal más– ¡QUÍTALE TUS PUTAS MANOS DE ENCIMA!

—¡No la toquen! –los aullidos emitidos por todos los clase A ocupantes de esas jaulas empezaban. Era una protesta masiva porque apoyaban a su propia gente y exigían un buen trato, aunque claro, sus palabras no lograban demasiado, pero la intención era la que contaba— ¡Malparidos! ¡Déjenla! —Tsuna se levantó sin dudarlo y se posó en la puerta de su jaula porque reconoció esas voces que hacían eco. Esas malditas voces, esas benditas tonalidades.

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