6. La traidora.

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Lao Sagita tenía tantas ganas de Alaris, que en nueve días la boda estuvo lista, y Alaris no dudó en ofender a Muraena una última vez, robándole el vestido nupcial de Beata, el de la casa de Addana.

Vestida con este, maquillada y peinada con flores de oro y joyas en la cabeza, usando la tiara dada a las princesas, salió por los portones del palacio, con la cabeza en alto. Acababa de amanecer, y el palacio estaba decorado de rojo, el tono nupcial. La mayoría seguía durmiendo.

A un lado, estaba el carruaje lujoso que la llevaría al templo en el centro de Nanza. Los guardias esperaban en sus caballos.

—¡En este momento!—gritó el sirviente que estaba a un lado—¡Alaris de Addana, nuestra flor, abandona su lugar como protegida y espada de su majestad Erenn Velzar!—Alaris no parpadeaba, con la mirada perdida, inmutable—¡Hoy, deja de ser una guerrera y mujer libre, para pertenecer al gran y sabio Lao Sagita, consejero y mano derecha de su majestad en Mita! ¡Hoy muere la guerrera y nace la madre, la esposa!

Los ojos se le mojaron.

—Soy más guerrera que mujer, y creí que podría renunciar a mí misma por el día más feliz de mi vida, por amor—le dijo a su amigo Navill, que estaba al lado. Se suponía que al casarse, tenía que escoger ella entre ser esposa o guerrera, estuvo dispuesta con Paki, pero esto era horrible—. Debí darle una verdadera paliza a esa tarántula, para que valiera la pena.

—Es tan obeso que hace años él mismo no puede verse el pene—aseguró Navill en un susurro, él la había escoltado hasta la entrada—, estoy seguro de que eso irá a tu favor.

Ella le dio un golpe en el brazo antes de que Navill la hiciera subir al carruaje, que sería escoltado solo por doce guardias reales.

—Navill, ¿Y su majestad? Debe entregarme al panzotas—El frío de la mañana era horrible.

—¡Ah, sí! Me dijo que se encontrarían allá—cerró la puerta de golpe, dejándola sola, vestida y adornada cual Reina. Alaris se encogió en su puesto, enferma y en un permanente estado de tristeza porque si dejaba a un lado su futuro como esposa, todavía estaba lo que hizo con Calem.

Cerró los ojos lentamente, inhalando aire para calmarse.

Ten valor.

Pronto el carruaje se movió tanta rapidez que terminó mareándose por las bruscas sacudidas y saltos que daba, no sabía dónde estaban, pero avanzaban rápido. El tiempo se volvía eterno allí, hasta que los movimientos bruscos regresaron, debían estar en un camino rocoso. Se incorporó, dando un tropezón hasta la parte delantera de ese carruaje sin ventanas. Golpeó el techo.

—¡Oigan! ¡No hay prisa, por los dioses! ¡Más despacio!—iba a vomitar si continuaban así.

El carruaje se detuvo en seco; Alaris perdió el control de su cuerpo, estrellándose contra la pared frente a ella, y cayendo al piso del transporte, las telas del vestido se le subieron hasta taparle la cara, dejándole las piernas expuestas.

¡Los ropajes la estaban ahogando!

—¡Bandidos! ¡Bandidos!—contuvo un gemido quitándose las telas de cabeza y torso, poniéndolas en su lugar para incorporarse, tambaleante. Maldición, ese vestido era una porquería si quería pelear.

Se escuchaban gritos varoniles y el chocar de espadas afuera mientras buscaba su daga colgada al muslo y envuelta en la misiva que había enviado Crisa, apenas sacó el arma, echó el velo hacia atrás para tener el rostro libre.

Un golpe en la puerta del carruaje la hizo brincar.

—¡Ahg!—gritó plantándose firme—¡Les cortaré el cuello! ¡¿Qué esperan?!

El fervor del Príncipe|COMPLETA|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora