CAPÍTULO 44

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Comenzamos a andar cogidos de la mano. Estábamos en un campo abierto. Dejamos de caminar cuando se acabó el terreno. A nuestros pies teníamos un acantilado muy alto. No me atrevía a mirar, pero hacia abajo solo se veía las olas romper contra las rocas. En el horizonte se podía ver el amplio mar.

− Ven, vamos abajo – me dijo estirándome de la mano.

− ¿Estás loco? – le grité soltándome –. No pienso bajar por aquí.

− No tonta, por aquí no – me respondió con una sonrisa burlona −, por allí.

Y señaló un sendero que bajaba hacia una playa que estaba situada a los pies de esta montaña. Le saqué la lengua y comencé a bajar delante de él.

Una vez bajo, miré hacia arriba. No parecía ser tan alto. Unos veinte metros más o menos, pero desde arriba parecía otra cosa. La playa comenzaba a los pies de la montaña y se extendía en varios kilómetros. La enorme roca se adentraba en el mar, formando un gran acantilado.

− Vamos al agua – me sugirió Ian acercándose a la orilla.

− ¿Vas a bañarte en esta época del año?

− No, pero quiero quitarme este olor a humo que llevo encima – me contestó dándome la espalda mientras se quitaba su camiseta manchada de negro.

Se descalzó lanzando sus zapatos bien lejos y remangando un poco sus pantalones, metió los pies en el agua. Se echó agua sobre su torso y mojó su cabeza.

− ¿A qué esperas? – me preguntó –. El agua está buenísima.

− No me apetece – le respondí –. Además, la última vez que me metí en el agua acabé dos días metida en la cama.

− Pues tú te lo pierdes.

Se aseó un poco y salió a la orilla. El agua caía por su pecho desnudo mientras se echaba los cabellos mojados hacia atrás.

− Vas a coger un resfriado.

− Anda. Tú no sabes lo gratificante que es esto después de haber estado metido en un horno como en el que he estado – dijo mientras se calzaba.

Las imágenes de aquél infierno volvieron a mi cabeza. Miles de preguntas surgían pero ninguna de ellas salió de mi boca, pues deseaba borrar aquello de mi mente.

− No vuelvas a hacerlo, ¿vale? – dije tristemente acercándome a él que acababa de ponerse su camiseta.

− ¿El qué? – preguntó como si quisiera desviarme del tema.

− Poner en peligro tu vida. – Me abracé a su cuerpo –. No sé qué habría hecho si te hubiera pasado algo. – Le miré a los ojos y le pedí – Prométeme que no lo volverás a hacer.

No me contestó. Se limitó a mirarme.

− Basta ya de hacerte el héroe – le exigí –. No me gustaría que te pasara nada malo.

− ¿Y si eres tú la que está en peligro?

No supe qué contestar. La verdad es que siempre rogaba que apareciera para ayudarme, como si fuera mi salvador.

− Tampoco – le contesté pasado un rato –. No hagas nada que pueda poner en peligro tu vida.

− ¿Y crees que me voy a quedar de lado mientras observo cómo te voy perdiendo? – me dijo apartando el flequillo de mis ojos –. No pienso cruzarme de brazos y esperar a que te vayas de mi vida. Haré todo lo posible por mantenerte a salvo y que podamos vivir juntos el resto de nuestros días.

A LA SOMBRA DE LA LUNA LLENA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora