CAPÍTULO 6

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− ¿Está bien señorita? – dijo el hombre que se encontraba fuera. Volví de nuevo a mi realidad y retomé el control de mi cuerpo. Conocía aquella voz, y no era la que esperaba. Me levanté con cuidado de la cama y fui hacia la puerta. Giré lentamente la manivela y abrí la puerta muy despacio casi un palmo para poder ver quien había fuera. El vacio de mi pecho se hizo más grande y molesto. No era él como yo pensaba y otra vez me vine abajo.

− ¿Qué desea? – respondí con una voz ronca como cuando te vas de fiesta toda la noche y al día siguiente crees haber perdido la voz de todo lo que has gritado.

− Venía a ver si se encontraba bien – respondió brevemente después de mi pregunta –. Ayer escuché unos gritos y cuando llegué estaba usted en el suelo y la llevé a su habitación. – El agujero de mi pecho se hizo más amplio y más doloroso. El argumento de José, el portero, me dio a entender que mi príncipe azul tampoco había aparecido en ese momento, siendo él, ese hombre mayor de pelo blanco y barriga cervecera el que me acunó entre mis sábanas. Ese no era mi príncipe azul, un poco mayor para mi gusto. José se acarició el bigote mientras esperaba alguna explicación y después de un rato de silencio molesto sugirió: − Si necesita cualquier cosa hágamelo saber. Estaré a su entera disposición.

− Muchas gracias.

Y cerré la puerta decepcionada dejando aquel pobre hombre con la duda de lo sucedido la noche anterior. Apoyé mis brazos sobre la puerta, agaché la cabeza para no volver a caer en la desesperación e intenté desviar mis pensamientos en otra cosa, mis estudios, lo que iba a hacer ese día encerrada en mi cuarto... pero sucumbí a mis esfuerzos y caí sobre mis rodillas al suelo. Los recuerdos pasaban por mi cabeza como estrellas fugaces, el parque tranquilo y alegre, el niño de la pelota, su salvador y no el mío, los gamberros del bar... Cada destello de esas imágenes rondando por mi cabeza era abrumador, dolían en lo más adentro de mi pecho. Me quedé un rato en silencio observando por debajo de la puerta como la sombra del portero se alejaba hacia la derecha, muy despacio. Quizás esperaba a que abriera la puerta y me echara en sus brazos buscando consuelo. Era un hombre solitario. Su mujer murió a punto de cumplir sus bodas de plata, quedándose viudo a los cincuenta y dos años. Desde entonces dedicó su vida a ayudar a los residentes de ese edificio, siempre dispuesto y sin ninguna queja a lo que le pedían. Era un buen hombre y la vida no le había pagado lo que se merecía, arrebatándole lo que más preciaba. Nunca encontró motivo para justificar el porqué sucedió todo. Su rostro no volvió a mostrar ningún sentimiento. No se podía saber si estaba triste o alegre, nunca sonreía o se enfadaba. Siempre se le veía distante, carente de cualquier sentimiento.

No quería verme así en mi futuro. Yo quería encontrar una persona que quisiera estar siempre conmigo, y que la vida nos dejara en paz, sin arrebatarme nada de lo que me pudiera hacer feliz. Alguien protector, cariñoso, un buen padre de familia, siempre dispuesto a su mujer y sus hijos. Alguien en quien confiar siempre, que creara una confianza fuerte en nuestros lazos como matrimonio y luchara por mantener despierto el amor que pudo surgir una vez. Pero esas personas no existen, no en esta realidad. Todos son machistas, egoístas, sólo quieren ver el fútbol o desconectan de todo cuando llegan a casa después de un largo día de trabajo. Románticos los primeros meses de conocerse y ariscos, insatisfechos el resto de la relación. Sí, sí, todo muy bonito al principio, pero luego, ¿qué hacen por ti? Simplemente te conviertes para ellos en alguien que alimenta a sus hijos y limpia la casa, o alguien con quien saciar sus necesidades. Yo no quiero ese tipo de personas. Necesito alguien que me jure amor eterno y así sea. Que me prometa su amor más allá de la muerte. Alguien en quien pueda descargar toda mi rabia y me responda con una sonrisa. Una persona que no sepa lo que es hacer daño a alguien, que nunca me levante la mano cuando esté enfadado, o simplemente que nunca se enfade. Pero sabía que no lo encontraría jamás, a no ser que me fundiera en un bote de tinta y algún escritor me uniera al papel de un libro lleno de amor loco, desenfrenado y eterno. Un libro...

− ¡Joder! – grité golpeando el suelo con las dos manos en un acto de desesperación. Mi libro. Lo había perdido. Ahora no tenía un lugar donde refugiarme ese día, para encontrarme con el hombre ideal. Y para colmo haría sentir mal a mi amiga, por haber perdido mi regalo de cumpleaños. ¿Cómo iba a explicarle que me quedé prendida locamente de un chico con solo mirarlo a los ojos, decirle eso a una chica que tiene la imagen de los chicos como algo que se puede usar y tirar? Me iba a tomar por loca y por mala amiga.

Todo lo previsto para ese día no aparentaba ser bueno. Me levanté con mucho cuidado para no volver a marearme, colocando las manos en la puerta cada vez más arriba y una vez en pie intenté agarrarme a lo que tuviera más cerca como una mesita o una silla. Mi cuarto era pequeño y en él solo podías encontrar dos camas con una mesita en medio, un teléfono encima, un escritorio pequeño donde solo podía estudiar una persona, un armario con la ropa muy apretada y un aseo. Si querías ver la tele o cocinar tenías que bajarte a la zona común, donde todos los residentes podían disponer de estos servicios. Observé la cama de Alicia, aun sin deshacer, con varios vestidos, algo atrevidos, echados encima. Me acerqué lentamente a la mía y cuidadosamente me tumbé en ella. ¿Qué más podría fastidiarme el día? El intenso resfriado no me dejaba hacer nada, y menos salir a buscar mi libro, junto aquel banco, en ese parque sobrecogedor y alegre, donde los niños, en pocas horas, después de salir del colegio, lo llenarían con sus juegos y diversiones. Sí, necesitaba volver a ese parque a ver si conseguía animarme, o tal vez... No lo creo. Podría tropezarme de nuevo con aquel chico y decirle unas cuantas cosas. ¿Pero de qué estoy hablando? ¿Qué culpa tenía el de lo que me pasaba? ¿Qué papel pintaba en esa situación? Aunque me conformaba con poder mirarle una vez más a los ojos, padecer bajo su encanto unos segundos más. Sí, eso me haría feliz. Podría intentarlo, aunque ello me costara pasar en cama una semana entera. Habría merecido la pena.

Me dispuse a levantarme para cambiarme de ropa y dirigirme a mi bonito lugar, pero el sonido del teléfono volvió a interrumpir el poco tiempo que me había creado de felicidad.

− ¿Y ahora qué? – dije un poco mosqueada. Cogí el teléfono y pregunté: − ¿Quién es?

− ¿Cómo estas, zorrita? – Esa voz me hizo soltar el teléfono que cayó dando un fuerte golpe contra el suelo. Escuché como me maldecía desde el otro lado del auricular. Mi ritmo cardíaco volvió a acelerarse y eso no era bueno en el estado en el que me encontraba. La voz pedía a gritos que contestara. Lentamente cogí el teléfono de debajo de la cama de Alicia y lo acerqué al oído mientras escuchaba: − Te voy a matar, ¿sabes? No podrás esconderte ahí para siempre. En cuanto salgas estaré esperándote. La marca que me has dejado en la cara va a significar tu muerte. ¿Sabes? ¿Me estás escuchando? – El chico de la noche anterior se ponía cada vez más nervioso. Ya no escuchaba sus amenazas. Lentamente colgué el teléfono, asustada por todo lo que había dicho. Le hice mucho daño y lo iba a pagar conmigo, y lo peor, no tenía quien me ayudara.

Muy despacio me introduje en la cama y me arropé hasta el cuello. Ya no podía salir. Me esperaban fuera y sin ganas de echar unas risas. Mi vida había acabado encerrada en esas cuatro paredes. Nadie iba a rescatarme y tendría que pasar el resto de mis días escondida o con José como mi único amigo. Tapé mi rostro con las sábanas y esperé que la oscuridad pudiera absorberme para desaparecer de esa cruel realidad.

 Tapé mi rostro con las sábanas y esperé que la oscuridad pudiera absorberme para desaparecer de esa cruel realidad

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A LA SOMBRA DE LA LUNA LLENA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora