CAPÍTULO 33

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El resto de la tarde fue muy entretenida. Contaron las batallitas de Ian de cuando era pequeño, y el afán que tenía por ayudar a las personas. Dijeron que, teniendo tan sólo seis añitos ayudó a cruzar la calle a una ancianita, y con 9, rescató de un árbol el gatito de una niña que lloraba desconsolada. Según ellos, Ian era extrovertido, no podía estar quieto. Le encantaba ayudar y siempre estaba ahí cuando lo necesitabas.

Recordé la tarde del parque. Ese era el mismo chico que yo conocí. Atento a lo que ocurría y rápido en actuar. Sí era cierto que le gustaba ayudar, pues no se pensó dos veces en saltar al agua a salvar a aquel niño.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era la primera vez que nos vimos, y aun me emocionaba recordarlo. Y ahora mismo estaba comiendo junto a él, oyendo historias de cuando era pequeño y los males de cabeza que traía a esa pareja de ancianos con sus locuras.

Busqué su mano por debajo de la mesa y la agarré con fuerza. Me dedicó una de sus lindas sonrisas y luego siguió defendiéndose de las cosas que contaban sus supuestos padres.

Se les veía tan felices... Ahora comprendía por qué no se marchaba de la casa. Se respiraba aire de felicidad, y aquellas personas necesitaban a alguien que diera vida a sus días.

La luz del sol desapareció de las ventanas. Se estaba haciendo tarde y necesitaba descansar. Estaba agotada. Además, Alicia no sabía nada de mí, aunque la verdad es que no me había llamado ni nada. Seguro que había quedado con alguien.

− Creo que va siendo hora de irse – dijo Ian levantándose del sillón en el que se encontraba mientras escuchábamos lo que contaba el anciano.

-− Pero, ¿qué dices? – la voz del hombre sonaba un poco disgustada, como si mi marcha no le hiciera mucha gracia –. Ahora que iba a contarte cuando lo encontramos de pequeño...

Esa historia me interesaba, pero Ian me estiraba del brazo para ponerme en pie y marcharnos.

− No agobies a la chica, Arthur – dijo la mujer –. Ya volverá a visitarnos, ¿verdad?

La anciana me miraba con una carita... daban ganas de darle un tremendo abrazo y estrujarla entre tus brazos, pero se le veía muy delicada.

− Pues claro – respondí alzándome de mi asiento. Ian parecía estar nervioso. Quizás no quería volver a escuchar esa parte de su vida. En su rostro se reflejaba un aire triste y desmotivado −, me lo he pasado muy bien.

− Nosotros también – dijo el hombre mientras se levantaba para acompañarnos a la puerta –. Puedes venir a hacernos una visita cuando quieras.

− Lo haré, gracias.

Ian cogió su casco y abrió la puerta. Me despedí de la anciana y salimos al exterior.

− Avisa cuando vayas a venir para cambiar el menú – dijo el anciano –. Si no te tocará comer espaguetis otra vez.

− ¡Te he oído, viejo degastado! – gritó la mujer desde el interior.

Me dedicó una sonrisa y después se despidió con un abrazo.

− Estamos encantados de conocerte – dijo –. La verdad, eres encantadora. No te dejes influenciar por este golfo.

Señaló a Ian que le respondió haciendo un mohín.

− El gusto es mío, señor – contesté.

− No me llames señor, me hace sentir viejo. Llámame Arthur, preciosa.

− De acuerdo – le dije.

Y después cerró la puerta con un pequeño gesto de despedida.

Ian me acercó a la moto y me ofreció de nuevo el casco.

− Gracias – me dijo –. Hacía tiempo que no les veía tan alegres.

Y se subió a la moto. Noté que decía la verdad, y me sentí muy bien.

Al final, comprendí lo que quería decir Ian con lo de ayudar a todas esas personas. La felicidad es la mejor recompensa que se puede recibir de un trabajo. Y él se dedicaba a eso, a hacer feliz a la gente con sus pequeños trabajos.

De nuevo nuestros cuerpos cortaban el viento de las oscuras calles del pueblo. Era de noche y me llevó a la residencia a descansar. No quería irme a dormir. Me gustaba su compañía, pero los párpados me pesaban toneladas. Necesitaba cargar las pilas.

Me acompañó a mi cuarto, y una vez dentro, se despidió con un ligero beso en mis labios y con un "hasta mañana" se marchó por donde habíamos venido. Me asomé a la ventana y pude escuchar el rugido de su moto alejarse por las calles. Miré hacia el suelo, bajo mi ventana y contemplé de nuevo ese corazón de flores que allí había plantado. Se veía hermoso bajo la luz de la luna, ya casi entera.

Dejé la ventana abierta con la esperanza de que volviera a hacerme otra visita esa noche. Me cambié de ropa y me acosté en la cama.

De pronto sonó mi móvil. Había recibido un mensaje. Me puse nerviosa. No podía ser de él porque no le había dado mi número. Qué tonta había sido. Ni siquiera le había pedido el suyo.

Era de mi amiga Alicia que me felicitaba mi vigésimo aniversario y me decía que no volvería a casa esta noche, como yo imaginaba, pero que no hiciera planes para mañana porque teníamos que celebrarlo. Miré el reloj de la mesita. Eran las doce de la noche. Ni un minuto más ni un minuto menos. Hay que ver lo atenta que era Alicia. Eso sí era una buena amiga.

Apagué la luz y mi cuarto se quedó iluminado por los rayos de luna que entraban por mi ventana. Cerré lentamente los párpados sin dejar de mirar al exterior. Estaba deseando que volviera y se quedara conmigo esta noche. Pero caí rendida esperando.

 Pero caí rendida esperando

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A LA SOMBRA DE LA LUNA LLENA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora