Capítulo 21

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«El movimiento más eficaz es aquel que no se espera; el mejor de los planes es el que no se conoce.»

Sun Tzu. El Arte de la Guerra.

Levantó una daga en el aire y apoyó con fuerza la yema de su índice contra la punta; quería saber cuán filosa era, por lo que significó un alivio ver un hilillo de sangre escurrir por su piel apenas un segundo después.

—¿Por qué tardaste tanto? —La voz de ella se oyó a continuación, desde la puerta y él puso los ojos en blanco ante su gélido tono.

—¿Qué más da? Ya estoy aquí, ¿no?

La joven bufó en respuesta.

—¡Menos mal! Quiero que prepares a nuestros hombres. Necesito cien, y todos deben estar armados. Nos vemos en quince minutos frente a las puertas de la fortaleza.

Él se dio la media vuelta, y solo así pudo reparar en que ella ya portaba su conjunto de guerra, el cual estaba conformado por un pantalón ajustado y una chaqueta negra donde guardaba al menos veinte armas de todo tipo que sabía manejar a la perfección.

—¿Qué dices? ¿Acaso planeas atacar hoy? —Incredulidad había en su voz.

—Es exactamente lo que planeo, y si pudieras moverte me harías muy feliz —decretó, al tiempo que tomaba de un anaquel una espada más pequeña que su brazo y la guardaba en su cinturón.

—¿Estás loca?  ¿Cómo es que planeas atacar tan repentinamente? Los Iztac nos van a hacer peda... —Pero tuvo que callarse al sentir en sus labios el filo de la espada que siempre acompañaba a la muchacha. Esta la sostenía con firmeza mientras lo observaba con el ceño fruncido, entre curiosa y extrañada.

—No te has enterado de nada, ¿cierto? —Al no obtener contestación por su parte, la joven dijo—: parece ser que uno de los Iztac ha roto su juramento sagrado, y ahora lo van a hacer trizas en la Plaza Principal... frente a toda su bola de mugrosos integrantes. ¿No es perfecto? Los malditos Iztac reunidos en un solo lugar.

Apenas oír dicha explicación, sus manos formaron puños y la cabeza comenzó a dolerle, pues se preguntaba cuál era el Iztac que había roto el juramento.

«¿Habrá sido él?», pensó.

No. Era imposible que el Iztac con quien se había aliado hubiera roto el juramento. Y si sí era el responsable, estaba igual de perdido.

—¿Qué pasa? Te has quedado sin palabras. —El tono suspicaz de ella lo sacó de sus pensamientos.

—Yo... Sigo creyendo que estás arriesgándote al atacar hoy a los Iztac, es todo.

—Es verdad, pero somos Cazadores, ¿lo olvidas? Nuestro trabajo es arriesgarnos, igual que lo hicieron Los Mortales. Por eso los veneramos. Porque se jugaron todo, y yo solo sigo su ejemplo, así que reúne a la compañía y nos vemos fuera del fuerte en quince minutos. —Ya había cruzado el umbral de la puerta, pero de repente se dio la vuelta—. Ah, y diles que lleven sus mejores armas, porque esta noche, esos malditos Iztac morirán.

Él rodó los ojos como si hubiera sido lo más estúpido que había oído en su vida.

—Pffff. No digas tonterías. Sabes perfectamente que los Iztac no pueden morir.

—No —respondió ella llevándose los dedos al mentón—. Tienes razón. Los Iztac no pueden morir..., pero sí los pueden matar.

Él lo supo apenas detectó la malicia en su voz: ella ya tenía un plan. Ya sabía cómo exterminar a los Iztac... Y debía avisarle a su aliado lo más pronto posible, antes de que fuera demasiado tarde.

Reencarnación I: El AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora