Capítulo 22

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Un manto de densa neblina blanca se cernía sobre cada centímetro del Palacio Iztac, imposibilitando a la Cazadora observar con nitidez el espectáculo que se desarrollaba delante de sus ojos, en el centro de la Plaza Principal. Rodeó un monstruoso sauce llorón y trató de enfocar la vista en aquello que todos los demás miraban con una mezcla pura de aflicción y vergüenza: a mitad de la explanada, un joven Iztac yacía arrodillado sobre el grueso tronco de un árbol previamente talado, con la espalda al aire, mostrando al menos una decena de cicatrices cuyo color rojo brillante podía admirarse con claridad a pesar de la escasez de luz en la que estaba sumido el Palacio. Detrás de él, un hombre vestido de negro portaba lo que parecía ser un látigo con el que azotaba al moribundo muchacho, y metros más allá, la Cazadora pudo ubicar al que ella conocía como el «gobernante» de los Iztac, acompañado por, quizá, su mano derecha, y el capitán de la guardia, aquel hombre al que tanto ella como todos los demás Cazadores odiaban a morir. Él, y nadie más que él era el enemigo declarado número uno de los suyos, aquel que había osado herirlos en innumerables ocasiones con el filo de la ostentosa espada enfundada en su cinturón, y a quien no veía la hora de exterminar con sus propias manos.

Una esfera de luz rojiza solo visible para los Cazadores levitó en el aire hasta alcanzar su punto más alto; se trataba de la señal que había esperado durante casi seis minutos oculta en mitad de los sauces, la misma que le indicaba que los guerreros por fin estaban en posición, por lo que era hora de actuar. Acto seguido, salió de su escondite y avanzó a paso lento y cauteloso hasta que estuvo a espaldas del capitán de la guardia.

—¡Diecisiete! —exclamó la muchedumbre mientras el hombre vestido de negro azotaba una vez más al Iztac, mismo que arqueó la espalda en un ademán de dolor, sin poder escapar de su castigo, pues tenía ambas muñecas adheridas al tronco mediante una gruesa cadena, que, según lo sabido por la Cazadora, no se abría con ninguna llave, sino con magia.

Avanzó hasta estar a solo unos centímetros del capitán, y alargó la mano para hurtar la espada de zafiro con el propósito de dejarlo desarmado durante el combate que se aproximaba, mientras, su incondicional ya daba las últimas indicaciones al ejército que los había acompañado. Pero entonces, cuando las puntas de sus dedos apenas habían alcanzado a tocar el mango de la misma, este dio un brusco giro y en su boca se dibujó una malévola sonrisa con la que mostraba todos los dientes. La Cazadora se quedó gélida, con la mano estirada y la mirada fija en la de su adversario.

—Vaya, vaya, miren a quién tenemos aquí... —dijo el capitán dando un vistazo rápido a su gobernante—. ¿En verdad creíste que seríamos demasiado estúpidos como para caer en tu jueguito? —Rió. Luego miró sobre el hombro de ella. Por su parte, está no se atrevió a seguir la dirección de sus ojos. No quería ver a lo que se enfrentaría una vez encarándolo. Agárrenla —ordenó sin quitar los ojos de su contrincante.

Supo que todo había sido una trampa cuando observó a su compañero siendo forzado por un Iztac para caminar hacia la Plaza, y también cuando aquel a quien habían golpeado con un látigo de cuero, más de veinte veces, se levantaba, deshaciéndose de la cadena con un estirón, y le daba la cara, sonriendo como el completo idiota que era. Y luego, el torturador hizo lo propio, al tiempo que la audiencia extraía armas de todo tipo en las que ella jamás había reparado.

—¡Les dije que vendría! ¿No sé los dije? —El capitán la miró con toda la perversidad que era capaz de destilar—. Y tú, ¡creí que eras más lista!

—¡Ustedes creen muchas cosas, mugrosos! —escupió con odio, pero el capitán la oyó jadear cuando los hombres que la sostenían tiraron de una de sus alas como si quisieran arrancársela.

Reencarnación I: El AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora