Capítulo 27

615 58 19
                                    

5 de mayo. Ontario, Canadá.

10 años antes.

—Es aquí.

El taxista aparcó el vehículo frente a una vivienda de poco más de media hectárea de extensión. Leonard descendió del auto, pagó la cuota al conductor y ayudó a bajar, primero a Alex, luego a Audrey, y al final a Marie, que esa mañana estaba pálida como un muerto. Tenía el cabello rubio atado en una coleta desordenada, y el escaso maquillaje que se había aplicado al salir de casa le daba un aspecto enfermo a su rostro. El verde de sus ojos denotaba una falta evidente de brillo. En pocas palabras, la noticia la había tomado tan por sorpresa, que ni siquiera se había esmerado en obtener el aspecto propio de la importante mujer de negocios que era.

Por su parte, los niños se tomaron de la mano, con los corazones latiendo exactamente a la misma frecuencia. Ambos tenían miedo, y aunque podría creerse lo contrario, Audrey lo reflejaba muchísimo menos que Alex, quién incluso temblaba como si hiciera más frío del que en verdad hacía esa mañana.

—¿Deberíamos tocar? —inquirió Marie. Estaban frente a un zaguán de color café oscuro, al que habían llegado después de cruzar la cerca de hierro que yacía abierta y daba paso a un extenso jardín con innumerables especies de flores y plantas que lo embellecían de forma sublime.

—No. Me han dado la llave cuando me dieron la noticia —reveló Leonard, al tiempo que sacaba del bolsillo trasero una llave de cobre antigua, la cual insertó en la cerradura de la puerta, logrando abrirla en seguida.

Cruzando el portón, llegaron a un vestíbulo con muebles en tonos ocre y negro. No era muy grande, pero tampoco diminuto. Estaba oscuro, pero al fondo de la sala se podía ver una escalera de caracol que llevaba hacia el segundo piso. Leonard la subió sin dudar, y desde el momento en que desapareció de la vista de su familia, demoró al menos veinte minutos en bajar otra vez, con semblante atormentado, misterioso, e inclusive malhumorado. Audrey lo sabía por el modo en que su padre tenía fruncido el ceño, y sus labios formaban una línea recta, que en nada se asimilaba a una sonrisa.

—¿Y bien? —dijo Marie.

—Ha dicho que quiere vernos por separado —informó Leonard—. Primero tú, Audrey.

Para su sorpresa, Leonard extendió los brazos hacia la versión pequeña de Audrey, cuya cabellera rubia le caía sobre los hombros, perfectamente lacia. La niña se acercó con los ojos muy abiertos, y el señor Williams la abrazó y le dijo en voz baja:

—No te acerques mucho a él. Es peligroso. —Audrey lo miró, pero no dijo nada. No tenía nada qué decir—. Ante cualquier indicio de peligro, quiero que corras como nunca has corrido, y que vengas aquí, donde estaremos por si te ocurre algo. ¿Me entendiste?

—Sí, papá —respondió la pequeña.

Entonces Leonard le dió un último beso en la mejilla y le indicó la dirección que debía seguir para llegar hasta la recámara donde yacía el abuelo que hasta unas horas atrás no sabía que tenía. Audrey siguió las indicaciones, y cuando finalmente llegó al sitio, una puerta de caoba impidió que continuase su camino. Era tras esa puerta donde se encontraba su abuelo, así que la abrió, encontrándose con un tocadiscos a través del que sonaba Only the Lonely, de Frank Sinatra.

Sin embargo, nada peligroso pudo encontrar en el viejo moribundo que había tendido en una camilla, en el rincón más apartado de la entrada. Aunque Leonard poseía un tono de piel bronceado, su padre no era más que un montón de arrugas de color marfil, con el cabello cano y los labios cetrinos. Alex le había hablado antes a Audrey de las personas albinas, y de tan blanco que estaba su abuelo, se preguntó si no sería él uno de ellos.

Reencarnación I: El AlmaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora