V Huida

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Caminó por lo que parecía un pasillo, estirando ambos brazos para rozar los límites de su camino, haciendo sonar el paraguas contra la pared de vez en cuando. Avanzó recto, sin desviarse. No podía quedarse mucho allí, los alaridos del hombre que yacía en la entrada con los brazos rotos alertarían a los zombis, y después sí sería imposible escapar. Había visto esa casa desde fuera en muchas ocasiones, sobre todo de niño, y estaba casi seguro de que tenía que haber una ventana a nivel de calle al final del corredor, a la derecha. Y ese era el camino que estaba tomando, pero lentamente, asegurando cada paso.

Durante el trayecto, alejándose de aquel incesante aullido doliente, pensó con un poco más de calma en su situación. Si la puerta principal estaba abierta, lo más probable es que alguien la hubiera abandonado, por lo que los inquilinos deberían haberse marchado ya. Claro que también cabía la posibilidad de que los habitantes de la casa hubieran huido de lo que había dentro... La incertidumbre lo estaba matando, hacía que su respiración se acelerara y que los latidos de su corazón fueran cada vez más perceptibles.

Ya estaba llegando al cuarto del final, giró a la derecha cuando un gemido gutural le sorprendió desde atrás. Alberto se quedó inmóvil, helado. Luego se escuchó pasos y se precipitó hacia delante, girándose con el paraguas asido como una espada. Quedó tumbado en el suelo, con la punta del arma alzada. Contuvo la respiración e ignoró el pinchazo que había sentido en la pierna, preparado para ensartar la primera criatura que le atacara, pero nadie se abalanzó sobre él. Escuchó golpes y más golpes, más sonidos inhumanos. A Alberto le costó lo suyo entender que frente a él, al otro lado del pasillo, había una puerta cerrada. Aquellos seres que trataban de cogerlo parecían desconocer el uso del picaporte. Por alguna razón pensó en los velociraptores de Jurassic Park.

La luz de la luna dibujaba en el suelo del dormitorio una sombra grisácea y cuadrangular en la negrura. Él no se paró mucho a comprobar la decoración de la habitación, aunque si le hubieran preguntado habría dicho que era de un niño por la cantidad de peluches que había apilados a los pies de la claridad. Pisó alguno en su camino hacia la ventana y miró a la calle. No había un alma.

Con todo el sigilo que pudo, corrió el cristal y se abalanzó al otro lado. Fue de cuclillas desde la casa a la alambrada que servía de límite a aquella propiedad. El metal hizo un ruido vibrante al tocarlo. Alberto se puso en la punta de los pies y alzó la cabeza para ver al otro lado, pero no consiguió atisbar gran cosa: el arbusto que había por la otra parte de la reja era de un tamaño colosal. No podía volver a la casa, y sería una temeridad rodearla y volver a la entrada, donde seguramente habría una congregación de zombis.

Se arriesgó. Trepó por la alambrada y se encaramó como pudo a la frágil estructura vegetal. Las ramas se le clavaron por todas partes, pero consiguió cerciorarse de que no había ningún peligro antes de saltar. Rodeó la piscina que encontró de frente y se dirigió con cuidado a la puerta de madera que daba a la calle.

Oyó pasos. Eran lentos y cercanos. Un vistazo le sirvió para descubrir el lento caminar de una de aquellas criaturas, seguramente un rezagado que acudía a la llamada del, cada vez más calmado, trastornado agonizante. Estaba en una posición privilegiada, podía ver casi toda la calle, pero nadie podría encontrarlo a él a menos que se metiera por la puerta del jardín... O que hiciera algún ruido. Esperó a que el zombi hubiera pasado de largo para salir de su escondrijo y correr en dirección contraria.

Cuando llegó a su casa, resollando, con el paraguas en la mano, se sintió desfallecer. Agotamiento, temor, incredulidad, incertidumbre, dolor... Todo se había acumulado y bullía en su cuerpo. La sensación de seguridad pareció calmarlo unos instantes, pero no podía dormirse, tenía que regresar a la ciudad para buscar a su hijo Alex.

Tras asegurarse de que la puerta de entrada estaba bien cerrada, revolvió toda la casa. Recogió todo lo que pudo. Buscó la linterna, y acabo encontrando pilas olvidadas en un cajón de la mesita de noche de su mujer. Almacenó toda la comida y el agua que pudo en una mochila.

Su abuelo había guardado en un armero del desván una escopeta, pero la llave se había extraviado y era imposible abrirlo en ese momento. Nunca le había dado mayor importancia a aquella arma, estaba en contra de ellas y esperaba que se pudriera allí arriba, por lo que no se había planteado sacarla. Pero en aquel instante se golpeó la cabeza: si por lo menos supiera donde está la llave. Por suerte, su expedición al desván no fue del todo infructuosa. Encima de una mesa raída e inundada por el polvo encontró una vieja machada oxidada. El mango era de madera de roble y medía poco menos de un metro de largo. Aquel objeto pertenecía a la época sin calefacción, cuando tenían que calentarse encendiendo la chimenea francesa del piso de abajo. Aquel objeto le dio seguridad.

Sería mejor que esperara hasta que se hiciera de día, más seguro, pero Alex podía estar en peligro. Además, el sol debería estar a punto de alzarse, por lo que cogió las llaves del coche y salió, comprobando antes que no había ningún muerto esperándole a los pies de la escalera, y asegurándose después de cerrar bien la puerta. Le parecía un buen lugar para esconderse hasta que aquello pasara, si lograba dar con su hijo.

Bajó con rapidez y se metió en el coche. Antes de girar la llave se detuvo a mirar por última vez la casa de sus padres y una idea le surcó la mente: si un pueblo diminuto se encontraba en aquel estado de desolación, ¿cómo estarían las cosas en la ciudad?

Arrancó sin poder imaginárselo.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora