Prólogo

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El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa.

(George Bernard Shaw)

24 de julio de 2011

—¡Ah!

Una segunda exhalación resonó en la ostentosa estancia. Se escuchó una vez más aquel característico y áspero hálito. Los indolentes testigos, ojos tallados en mármol y miradas atemporales plasmadas en vetustos lienzos, se perdían los detalles más nimios dada la lobreguez reinante, una oscuridad ligeramente desenmascarada por el brillo de la pantalla del televisor. Esta, a pesar de tener un buen tamaño, empequeñecía en comparación con el titánico salón, y su resplandor solo conseguía rascar la superficie de las tinieblas más cercanas.

Un nuevo resoplido, más explícito y lascivo, siguió la estela del anterior. Parecía acortarse el tiempo entre los ecos generados por el único ocupante del lugar.

Quien emitía los jadeos se encontraba en un sillón de cuero negro, amplio y moderno, con una copa en la mano y su miembro erecto en la otra. La claridad perfilaba sus orondos y lampiños rasgos y rescataba destellos de una calva totalmente limpia, sin un solo pelo en el centro, solo una cenicienta corona que marcaba los límites posteriores y laterales de la misma. Con poco más de cincuenta años, el sobrepeso lo hacía parecer más delicado y débil, y su cuerpo se había adaptado a la vejez con precocidad.

Recostado se deleitaba con aquellas imágenes mientras daba buena cuenta del rojizo brebaje con toques de clavo y frambuesa. Estaba absorto, ajeno a cualquier distracción, con la puerta cerrada y la única llave en su bolsillo derecho. La gente del servicio sabía que no debía molestar al señor cuando se encontraba en aquel lugar. Todo el mundo en la mansión lo sabía, y todos compartían el miedo.

Se estremeció otra vez, dio un trago a su bebida y limpió su labio inferior con la lengua mientras el individuo de la pantalla finalizaba su labor. El hombre orondo estaba excitado, pero la fuente de su calor no era ninguna escena erótica, más bien todo lo contrario. El sexo tiene una relación muy estrecha con la vida, y aquellas imágenes reflejaban la muerte, simple y silenciosa. Si alguien se acercaba por detrás del cómodo asiento y se colocaba junto al onanista, si cualquiera analizaba la escena que se estaba desarrollando en la televisión, solo vería a un hombre incorporarse tras haber destrozado a golpes a un gran danés. Y lo más curioso de todo es que la mayoría tardarían bastante en descubrir el cadáver del animal, una masa sanguinolenta apenas reconocible en medio del rojo suelo, pues lo que realmente llamaba la atención de aquella escena era la mirada del asesino de perros. En sus ojos era donde se centraba la verdadera esencia del video, la demencia calmada, la brutalidad pasiva. Energía pura contenida. Durante la primera parte del video se había mantenido así, pacífico, ausente, con una mueca de absoluta indiferencia. Pero en cuanto el cánido hubo atravesado la puerta su expresión mutó instantáneamente. Explotó. El arranque violento había durado hasta que el animal escupió su agónico ladrido final.

Fue entonces, cuando la vida abandonaba al perro, cuando más excitado estuvo el observador anónimo. Casi pudo sentir el éxtasis recorrer su espina dorsal, pero de algún modo contuvo su orgasmo. Era eso lo único que le interesaba, lo que despertaba su interés, la sangre, la violencia, y por ese motivo había silenciado al narrador que trataba de explicar y poner algo de sentido a aquel despropósito.

Dio un largo trago y depositó la copa en la mesa que tenía al lado y sobre la que ya descansaba la cubitera. Se removió un poco para acomodar el trasero y se aferró con fuerza a su asiento, clavando en él los dedos de la mano que tenía libre, al tiempo que estiraba su virilidad con destreza desde la base hasta el capullo haciendo que recuperara todo su volumen.

El ensangrentado protagonista de la escena caminaba ahora lentamente por el centro de su celda. Lo hacía con desenvoltura a pesar de que un grueso y metálico grillete le abrazaba un tobillo y tenía que arrastrar una plúmbea cadena a cada paso. Los refulgentes eslabones libres del humor del perro se perdían por debajo del catre e imposibilitaban cualquier intento de huida por la puerta del fondo, la misma por la que habían introducido al animal y que ahora permanecía cerrada.

En un determinado momento, una vez hubo terminado el frenesí, el reloj que indicaba el tiempo de grabación adelantó dos horas de golpe, haciendo que el tono de la escena se oscureciera un poco. La sangre tenía un tono más apagado y la luz parecía haber menguado, pero en términos generales se seguía observando lo mismo: una habitación blanquecina y acolchada, sin ventanas, con una taza de acero inoxidable y una cama por todo mobiliario, el cuerpo irreconocible de un perro muerto tendido en el suelo en una postura antinatural... y un hombre de pie. Inmóvil, observaba la única puerta, al fondo, frente a la cámara que estaba registrando cada imagen. Su perfil, ligeramente ladeado y oscilante, permitía al espectador hacerse una idea de lo concentrado que estaba, del nivel de ensimismamiento en el que se encontraba sumido. Semejaba hipnotizado.

El onanista contuvo el aliento cuando las bisagras giraron y se personó una figura bajo el quicio. El aspecto del nuevo personaje era aséptico, por decirlo de algún modo. Como un cirujano. Iba enfundado en una bata blanca y larga de la que colgaban un par de perneras de un verde claro. La parte inferior de su rostro estaba cubierta por un par de gafas de plástico y una mascarilla con una tira metálica, una pequeña lámina que le daba solidez y forma, y la combaba a la altura de la nariz. Solo el cabello, largo y estirado hacia atrás, presumiblemente amarrado en una coleta, estaba al descubierto. Pero lo que captaba la atención de aquel protegido sujeto era el rifle Winchester XPR que portaba en su enguantada mano derecha. Aquella arma no encajaba en el conjunto.

Durante un segundo el demente ni se inmutó, solo un parpadeo, un momento de reflexión antes de lanzarse y forcejear con la cadena tratando de alcanzar al visitante. Se abalanzó de tal modo que cayó hacia delante, quedando con la pierna encadenada totalmente estirada y la rodilla de la otra apoyada en el suelo. El nuevo personaje que había entrado en escena dio un paso atrás. Se apartó levemente impresionado. Pero pese al susto, fue capaz de levantar el caño, apuntar y soportar el retroceso.

El lujurioso observador dio un respingo y liberó una viciada bocanada que había albergado más de lo necesario, al tiempo que el enajenado daba con el pecho contra el suelo con un agujero de bala cerca de la rótula. La pérdida de altura no socavó su determinación y continuó con su cruzada, intentando arrastrarse desesperadamente. Un segundo disparo silencioso atravesó la mano con la que intentaba alzarse y lo hizo perder el equilibrio una vez más.

El masturbador, adivinando el resultado de aquello, comenzó a vibrar notando como el orgasmo tomaba forma en su ingle. De alguna manera, extraña y parafílica, aquellas dos tareas, la del asesinato de la pantalla, y la de autosatisfacción que tenía entre manos, estaban conectadas. Su mente veía la sangre, el dolor extremo y la muerte como fuente de un inconmensurable placer. Por ese motivo todo el estante que había bajo el televisor estaba lleno de DVDs de snuff movies. Le habían costado una millonada, pero era algo que el dueño de una de las compañías de telecomunicaciones más prósperas del mundo se podía permitir.

Disparo tras disparo, ocho balazos más perforaron al loco, pero no conseguían que desistiera en su empeño de alcanzar al tirador, al que probablemente le depararía un destino similar al del gran danés. Por algún antinatural motivo la vida se negaba a abandonarlo. Cuando el décimo balazo le acertó en el pecho, sus fuerzas flaquearon un poco y volvió a la carga con menos ímpetu. Entonces, cuando parecía que le costaba arrastrarse, el hombre del arma se agazapó un poco, alineó el caño y la cabeza de aquella bestia, y abrió fuego. Por fin, la terca criatura se desplomó con agujero cerca del nacimiento del pelo.

Y fue en ese momento, cuando el cráneo se resquebrajó, cuando, con una erupción blancuzca, llegó al éxtasis el hombre del sofá. Con los últimos coletazos de la culminación, cuando el rubor se extendía por su rostro y el vital fluido se pegaba a su pantalón, sonrió. Aquello solo era la obertura. Pronto, muy pronto conseguiría colmar aquel deseo que lo consumía.

—Muy pronto... —murmuró a la figura del televisor.

La hora del sacrificio se acercaba y todo estaba preparado.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora