XI No mueras

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—Claro que lo recuerdo. —Martín volvió a la realidad, haciendo desaparecer el cadencioso murmullo de las olas con un susurro—. Me acuerdo de cada detalle. ¿Cómo podría ser capaz de olvidar algo así? —Hablaba despacio y solo alzó la voz para preguntar—. Pero, ¿por qué ahora?

—¿Sabes cómo llegar a la casa de la playa? —dijo secamente mientras el sonido de un coche se acercaba.

—Sí... —confirmó al cabo de algunos segundos con el cuerpo a dos metros bajo el suelo, tratando de ocultar su decepción sin conseguirlo.

—Cuando pase el peligro..., en un par de meses —trató de precisar—, nos reuniremos allí. En dos meses. Tenemos mucho de que hablar, pero debemos hacerlo con calma y sin toda esta presión. Hasta entonces no podremos volver a comunicarnos. No me llames.

¿A qué se refería con "hablar"? No podía pasarse los próximos sesenta días con aquella incertidumbre. Tenía que decir algo.

—¿Hablar? —casi salió de forma inconsciente de sus labios.

Edgar guardó unos segundos de silencio, pero terminó por contestar.

—Creo que sabes a lo que me refiero. Yo... —Le costaba respirar con un ritmo acompasado—. Yo tampoco he conseguido olvidarme, y no quiero que las cosas sigan como hasta ahora.

Había sido una confesión en toda regla.

—Yo... —A Martín casi le entraron ganas de sonreír a pesar de lo irónico de la situación: tuvieron que colocarse al borde del abismo para saber que la persona que tenían al lado era con la que querían caer. Eran como dos personas unidas por una enfermedad. En realidad, eran eso exactamente—. No arriesgues.

—Ok —respondió poco convencido.

Martín, consciente de que su conversación estaba a punto de terminar, tuvo que dar voz a sus pensamientos más oscuros.

—No mueras.

—No lo haré —esta vez sí habló con determinación.

—Te espero. Vuelve.

Y la llamada se terminó.

De pie, con el auricular en la mano y la vista en ningún sitio. Así permaneció Martín. No sabía cómo reaccionar, como debía sentirse. Lo que había escuchado era casi una declaración, estaba seguro por el tono en el que había sido pronunciada, pero eso era lo de menos. Ed estaba a punto de hacer una locura y seguramente se encontraba en grave peligro, al igual que él mismo.

Tengo que huir, pensó de forma apresurada. Era en lo que habían quedado, pero ahora se sentía miserable ante la tentativa de abandonar a Edgar. Por otra parte, él ya no pertenecía al proyecto, así que si intentaba entrar en las instalaciones sería fácilmente detectado. ¿Esperarlo fuera para ayudarlo en la huida? No, imposible. Si sus elucubraciones eran correctas, seguro que tendrían la zona vigilada. Solo conseguiría entorpecerlo. Tampoco era seguro que Ed fuera al laboratorio... ¿Y si lo persuadiera para que huyeran juntos? No, eso tampoco funcionaría. Por cómo había hablado, Martín dedujo que se sentía responsable y no dejaría que un proyecto en el que había participado pusiera en peligro al resto del mundo. Sería inútil. Lo mejor que podía hacer era tomar la salida que él le había dado y escapar.

Cogió una mochila y la llenó con algo de ropa y el ordenador portátil. No sabía si este último le serviría para algo, pero no estaba dispuesto a dejarlo allí. Tampoco sabía si llevarse algo de comida, pero ante la incertidumbre prefirió pecar de precavido y cogió unas cuantas latas de conservas y un par de paquetes de galletas. Guardó el móvil en un bolsillo lateral de la mochila, junto con el cargador y, cuando estuvo listo, tras inspirar profundamente ante la puerta de entrada, se puso la mochila al hombro y salió.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora