Rubén, después de todo el cine que había visto y todas las situaciones que había presenciado desde su ventana, supuso con acierto, antes de que nadie le aclarara nada, que una mordedura equivalía a adquirir la enfermedad. A la muerte. Pero como ninguno de los presentes se movía, decidió darle a aquel hombre unos instantes antes de decir nada. Se veía completamente destrozado.
Había dejado a aquella mujer al cuidado de los niños, por eso había salido tan temprano. Necesitaba recuperar el tiempo perdido el día anterior y tenía pensado visitar dos colegios la misma tarde. Los niños están bien con Helena, reflexionó, tratando de convencerse a sí mismo, de demostrarse que había obrado correctamente. En el fondo seguía desconfiando de ella. Había algo en su mirada, un matiz en su voz, en sus comentarios, algo que no encajaba, como un destello de pesimismo, como si la sombría llama de la desesperanza la consumiera por dentro y dejara intacta su fría fachada.
La impaciencia fermentaba en su interior y crecía de forma exponencial. Se aseguró de que tenía la catana bien amarrada, se surcó el pelo con los dedos, miró hacia atrás, hacia la entrada exterior del comedor, porque creyó haber escuchado un sonido y volvió otra vez la vista a la imagen que tenía delante. Nada había cambiado. Iba a decir algo cuando la suerte le sonrió y dejó que otro los sacara de aquella difícil situación.
—Alberto —dijo el hombre que había aparecido en último lugar, el que había entrado al colegio junto al otro—. Ya te lo dije, existe cura —explicó mientras extraía un par de pastillas de su bolsa y se las daba al pequeño. Este no se inmutó, se limitó a dejar que las cápsulas resbalaran por su garganta impulsadas por el trago de agua que las precedió—. Si nos damos prisa podemos llegar a tiempo. Este no es el final. El antiviral, recuerdas. Hay que correr.
—Antiviral —repitió el otro casi sin mover los labios, sin que su semblante se alterara lo más mínimo.
—Sí, podemos hacerlo. En unas cuatro horas. Solo eso.
—Pero... Ni siquiera sabemos si...
—Aún hay esperanza —lo interrumpió—. No puedes rendirte. Yo cometí errores, muchos, y aunque sé que es imposible estoy tratando de enmendarlos. —Ese argumento no parecía haber tenido efecto alguno, así que prosiguió, tratando de manipularlo un poco—. Me dijiste que abandonaste a tu hijo en una ocasión. Esta es tu oportunidad de redimirte. Ayúdalo. Inténtalo por lo menos.
Alberto tragó. Un atisbo de duda asomó en sus ojos y Martín supo que lo había conseguido, así que dejó de lado la presión verbal. En lugar de eso se levantó y le ofreció su mano.
—Vamos —se limitó a decir.
El padre dudó un instante antes de ponerse en pie con el chico en brazos, ignorando la ayuda que se le brindaba. El pequeño ni se inmutó con el cambio de posición. Ambos salieron de la cocina y Martín los siguió, pero la mujer no se movió. Rubén se acercó a ella.
—Vámonos —dijo con afabilidad, extendiendo el brazo hacia ella.
La joven negó. Estaba pálida, asustada, y absolutamente perdida. Temblaba. Las lágrimas comenzaron a fluir por su rostro.
—Yo debí... yo... pude... —sus ojos se perdieron en la sangre que se extendía por el suelo del comedor—. Eso...—dijo señalando la pequeña cabeza en cuanto la divisó— es culpa mía.
Cayó de rodillas. Rubén se acercó.
—No, tú no has hecho eso —habló exhibiendo un convencimiento del que carecía. No se le daba bien consolar a la gente y se sintió frustrado—. Escucha, has estado demasiado tiempo ahí, encerrada, en la oscuridad. Ahora solo necesitas que alguien te escuche. Te prometo que podrás contarme lo que sea, pero primero debemos salir de aquí.
La mujer abrió mucho los ojos, tratando de calcular mentalmente la edad de aquel chico. Terminó asintiendo, o al menos hizo un amago con la cabeza.
—El niño no habla, no... Dejó de hablar —terminó.
Rubén acercó todavía más la mano, aquel salvavidas de cinco puntas, y ella la aceptó mientras se secaba las lágrimas. Su aspecto mejoró un poco, pero sus ojos aún guardaban algo de melancolía.
Cogidos de la mano salieron de la cocina y se reunieron con el resto del grupo, que se había quedado allí, contemplando la escena. Con algo más de tranquilidad, Rubén pudo ver cómo eran aquellos hombres. El que había respondido al nombre de Alberto parecía mayor, no mucho, pero sí más demacrado, más afectado por la situación. Su cabello era castaño, no muy corto y rizado. Los mechones de pelo se le pegaban a la frente y acrecentaban el aspecto febril que presentaba. Sus ojos, castaños y apagados, miraban las cosas sin verlas. Al igual que su compañero, cargaba con una pesada mochila y tenía el hacha en la mano, otra vez. Rubén ya se la había visto cuando ambos entraron en el lugar, pero no se atrevió a hablar con ellos entonces, pues la gente comenzaba a actuar de forma extraña bajo presión. Temía el modo en que pudieran reaccionar. Y el arma no tranquilizaba a nadie.
El otro hombre, Martín, quien todavía no había sido introducido, era más joven y no parecía tan apaleado por los acontecimientos. Era un poco más bajo y mucho más despierto. En contraposición a su compañero, sus ojos de acero emitían un brillo de seguridad y parecía consciente de todo, como si nada escapara a aquella gris y analítica mirada. Tenía la cara cubierta de una buena capa de barba, lo que lo hacía aparentar mayor de lo que era.
Tras barrer a los dos adultos con la mirada, se centró en el pequeño, a quien el sol otorgaba un tono más macilento aún. Comparó sus rasgos con los de su padre y no encontró mucho parecido: el pelo si tenía un tono similar, pero los ojos del infante eran de un azul claro y frío, y sus rasgos estaban mucho más suavizados.
En el tiempo que estuvieron de pie, allí, en silencio, intercambiaron miradas, y Rubén supo que, del mismo modo que él había sopesado al resto del grupo, ellos lo habían estado analizando. Desvió su atención hacia la chica y comprobó que seguía con la mirada en el suelo. Nadie dijo nada, así que decidió tomar la iniciativa.
—Venid conmigo, os llevaré a mi casa —dijo quebrando el silencio.
—No —contestó Alberto tranquilamente—, no tenemos tiempo.
—Nos dirigimos al norte, a la costa. Nos queda poco tiempo —sentenció el otro hombre, dirigiendo una mirada al pequeño.
—Cogeremos un coche en las afueras.
—Yo puedo ofreceros provisiones —intentó explicarse el joven—. Estuve en esa parte de la ciudad y he comprobado que una de las gasolineras estaba completamente seca y otra había sido incendiada. No he visto más, pero no me arriesgaría. Puedo daros combustible y comida.
—¿Cuánto tiempo nos llevaría llegar a tu casa? —preguntó el hombre más joven.
—Unos veinte minutos, si no hay contratiempos.
Ambos parecieron sopesar aquellas palabras durante unos instantes.
—Deberíamos ir —dijo el que había preguntado.
—Espera, ¿por qué vas a ayudarnos? —preguntó Alberto con el entrecejo arrugado.
—Porque es lo correcto. ¿Acaso necesito motivos?
El hombre lo miró, tratando de ver a través de él y de sus palabras, para después centrar sus ojos en el niño que descansaba en su regazo.
—Está bien. Pero démonos prisa —sentenció.
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Primer Mordisco
Korku«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...