XII El rugido de la bestia

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El compañero, desconcertado, soltó el mando a distancia y fue en su auxilio saltando por encima de la barra.

—¡Eh! Óscar ¿estás bien?

Siguió llamándolo y haciendo preguntas que no recibían respuesta y se perdían en el cargado ambiente. Agazapado junto al caído y viendo que su voz no surtía efecto alguno, comenzó a golpearlo suavemente en el rostro. Pero nada.

El trío que había junto a ellos se levantó al unísono. Casi pasaron sus cuerpos por encima de la barra, acostando sus barrigas en la superficie, mostrando preocupación y curiosidad a partes iguales. Ninguno de ellos reparó en que había alguien más paralizado. Solo Marta vio como el rostro del hombre que leía el periódico junto a la puerta adquiría el tono de la porcelana y, al cabo de unos segundos, lanzaba un chorro terroso sobre la mesa que había frente a él.

A Marta le entraron arcadas, pero impresionada como se encontraba, no se levantó de su asiento. Lo único que hizo fue agarrarse con fuerza a los laterales de la mesa.

El individuo cayó encima de su propio vómito con el cuerpo sacudido por frenéticos espasmos. Las sacudidas acabaron por tirarlo de la silla, cubierto por aquel maloliente y denso líquido que había expulsado. Dos de los clientes se aproximaron a él y lo ayudaron a incorporarse. Al levantarlo se veía frágil, roto. Tenía los ojos cerrados y un hilillo de saliva le discurría por el mentón. Estaba flácido, había perdido solidez.

Fue en ese instante cuando un gemido ronco proveniente de algún lugar cercano ahogó el resto de ruidos. Era un grito constante, bestial, capaz de arrancar la alegría del mundo, al que se le empezaron a sumar otras voces similares originadas en zonas más remotas. El clamor duró unos segundos en los que Marta, a quien no afectaba la parálisis nerviosa que había devorado al resto de oyentes, trató de encontrar con la mirada la entrada a los lavabos. Se sintió bastante frustrada al no dar con ella, pero se detuvo un momento, inspiró profundamente, y ya más calmada, se dio cuenta de que la tenía justo a su espalda. Las voces fueron silenciándose una a una y el estancamiento se fue licuando, pero la sensación de desasosiego no se marchó.

—Ha sido el café —especuló uno de los clientes—. A mí también me duele... —y se cogió teatralmente el estómago con la mano, incorporándose y buscando un lugar de apoyo.

—Cállate. Y llama a una ambulancia —contestó uno de los que había asistido al sujeto caído.

El hombre no respondió, se quedó apoyado y negando con la cabeza.

La mujer cogió su bolso tirando los pasteles al suelo con las prisas. No se molestó en recogerlos. Rebuscó en el interior y no encontró lo que buscaba: su móvil. Debía de habérsele quedado en casa. Movió la cabeza, lanzando nerviosas miradas a diestro y siniestro hasta que encontró lo que buscaba. El teléfono fijo estaba a solo unos pasos de ella, apoyado en la parte más cercana de la barra. Se levantó con dificultad, ya que sus rodillas tardaron bastante en responder.

Al tener el auricular en la mano no podía recordar el número. Cálmate, cálmate, se dijo, no puede ser nada grave. Entonces recordó lo que había visto en la calle, el grupo perseguido por la joven ensangrentada, los gritos... y ahora eso. Dejó el aparato y retrocedió. Desde su posición pudo ver como el camarero desmayado abría los ojos al otro lado del mostrador, con la mirada perdida, inocente, como la de un niño abriéndose camino por un mundo nuevo, desconocido. Se incorporó hasta quedar sentado, con la espalda recta y las piernas estiradas. Lo hizo con la ayuda del sutil agarre de su compañero.

—¿Estás...?

No pudo terminar su frase porque un par de manos lechosas, mortalmente pálidas, lo agarraron por la garganta y arrastraron vigorosamente su cuello con intención vampírica. El hombre gritó, empujó y pataleó, pero al apartarse ya le faltaba un trozo del cuello y la sangre brotaba con vigor del agujero delimitado por el contorno de una dentadura. Trató de tomar aire antes de volver a alzar la voz, pero no pudo: un fuerte golpe le destrozó la parte derecha de la cara y lo hizo callar. Acto seguido el atacante se abalanzó sobre su víctima y comenzó a apalearlo con os puños, a morderlo, a arañarlo... Le hizo daño con todo lo que pudo, trataba de aplastarlo con cada fragmento de su ser. Sus movimientos iban dirigidos al pecho. Era como si buscara detener su corazón, parar sus latidos. Como si solo deseara una cosa: matarlo.

El chillido que abandonó los labios de la mujer alcanzó un volumen inaudito. Resonó en el local ahogando la discusión de los presentes, la locura de un camarero y la respiración agónica del otro. Su anciano cuerpo se apartó, pero su mirada no hizo lo propio, siguió fija en la ominosa escena que acababa de presenciar. Los ojos de un asesino se posaron en ella, una mirada unida a un cuerpo enloquecido y bañado en sangre.

Marta no se lo pensó, no dejó que la impresión la detuviera y, en el momento en que aquel maníaco hizo ademán de levantarse, se giró para esconderse en el baño atrancando la puerta después de entrar. Se introdujo en uno de los servicios individuales y, una vez más, corrió el cerrojo. Ya dentro, se sentó en el retrete y comenzó a orar en silencio.

Los golpes en la entrada eran brutales y no tardarían en echar la puerta abajo si continuaban a ese ritmo. Consciente de su destino, la señora intentó centrarse en sus lloros y rezos, pero no consiguió evadirse por completo. Hipaba y se estremecía al tiempo que la desesperación la embargaba, recordando la brutal paliza que aquel monstruo le había propinado a su compañero.

El enajenado se detuvo sin ningún motivo aparente. Ella aguzó el oído, aunque lo hizo en vano pues los alaridos de dolor que oyó después los habría escuchado desde cualquier punto de la ciudad. Eran los gritos de los hombres que hasta hacía unos minutos estaban tomando tan tranquilamente sus cafés mientras criticaban a aquellos personajes que salían en la tele. Marta trató de pensar en cualquier otra cosa, pero no consiguió apartar de su cabeza tantos decibelios de padecimiento. La situación había cambiado drásticamente y le parecía absurdo, inquietante, el poco tiempo que había requerido tal transformación.

Tras el estruendo generado por la rotura de una cristalera todo se vio sumido en un pesado silencio. Marta permaneció en su escondite, arrodillada en el frío suelo, con la oreja pegada a la puerta.

Nada.

Solo helado sosiego. Nada se movía afuera. Se acurrucó junto a la pared, dejó que la absorbiera una sensación de falsa paz, y se quedó dormida. O se desmayó por la tensión. Nunca lo supo.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora