XIV Justicia inmadura

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Quien tiene un "porqué" para vivir soporta casi cualquier "cómo".

(Friedrich Nietzsche)

18 de septiembre del 2011

—¿Te vas? —preguntó Héctor, uno de los niños que había recogido el día anterior.

Sus ojos marrones y húmedos parecían implorarle que se quedara, pero Rubén tuvo que reunir toda su determinación y enfrentarlos como buenamente pudo.

—Sí, pequeño. Hay muchos niños como vosotros esperando ahí fuera. Yo los traeré. —El infante inclinó la cabeza—. Tengo que salir ahora porque si no se me hará tarde y no me gusta andar de noche con todos esos... —monstruos. Omitió la palabra para no asustar a los pequeños, que lo escrutaban sin disimulo—. Pero no tardaré más de dos horas en volver.

—Pero, ¿y si vienen mientras estás fuera? —dijo la niña temerosa.

Se llamaba Sofía, y le había costado mucho que le revelara su nombre. Ninguno de los dos pasaba de los nueve años, pero habían visto la brutalidad de aquellas criaturas en todo su esplendor. A Rubén le extrañaba que aún tuvieran fuerzas para jugar y sonreír.

—No pueden entrar, no saben abrir puertas. Son tontos —dijo con una sonrisa tratando de quitarle plomo a la situación—. Simplemente, no abráis a nadie. Así estaréis a salvo —intento tranquilizarlos sacudiéndole el pelo al chico.

Miró sus apesadumbrados rostros y se le cayó el alma a los pies. El día anterior no le había costado mucho salir. Bueno, tuvo un poco de miedo, pero ahora que tenía alguien con él no sabía cómo manejar la situación. Tenía que mantenerlos entretenidos, y se le ocurrió una idea.

—¿Os gusta leer? —les dijo de repente.

Podría haberles puesto una película si hubiera luz, pero se habían quedado sin ella hacía poco.

Se relajó un poco al ver que los dos asentían. Héctor titubeó un poco, pero al ver que su amiga afirmaba con decisión, la imitó

—Venid conmigo —les ordenó.

Sofía se cogió de su mano. Lo había hecho cuando los había encontrado y desde entonces lo hacía siempre, por muy corto que fuera el trayecto. Resultaba curioso que buscara el contacto físico con lo tímida que era y lo que le costaba hablar. Pero asirse de la mano de alguien la calmaba.

En la habitación había poca luz. Rubén la había mantenido así durante mucho tiempo. Pero a pesar de la precaria iluminación se podía contemplar perfectamente los pósteres de videojuegos, grupos de música y demás. También había un ordenador decorado con trastos inútiles ante ojos inexpertos, una lámpara de magma, alguna videoconsola y una enorme colección de libros, películas en DVD, juegos, CDs y cómics.

—¿Os gustan los superhéroes? —les preguntó a los pequeños.

—A mí sí —se apresuró a responder el niño.

—A ver que tengo por aquí...

Comenzó a remover entre la colección y sacó un pequeño volumen. Se lo entregó al pequeño y le dijo:

—Mira, este es uno de los primeros que me leí yo, es muy entretenido y...

—¡Ya sé que es! —lo interrumpió con el rostro iluminado—. He visto estos dibujos por la tele. Hay una serie y todo —dijo abriéndolo por la primera página y acomodándose sobre la cama para comenzar a leer.

—A mí no me gustan esos... —dijo la niña mirando con recelo como su amigo se enfrascaba en la lectura.

—Espera, creo que tengo algo para ti —aclaró volviendo la vista a la estantería para sacar un pequeño tomo de cubierta grisácea—. Sí, este te gustará —lo dijo con aparente convicción, pero deseó tener algún libro de cuentos en casa o algo más apropiado.

Ella asintió escrutando la portada con una mirada llena de curiosidad.

Al menos consiguió disminuir la ansiedad que había provocado antes, cuando intentó irse sin más. Ahora los niños parecían felices. Cogió la catana que tenía a modo de decoración en lo alto de la estantería y con la que había salido el día anterior. El sable japonés tenía un filo de acero de casi un metro de largo, con una pequeña guarda de cobre y la empuñadura de madera recubierta de cuero negro, al igual que la funda. No había cogido aquella arma con intención de usarla en su vida. Nunca. No hasta el día anterior, cuando se la había llevado a su expedición. Por suerte, no había necesitado emplearla. Se la amarró al cinturón y metió una linterna en el bolsillo. Llevaba pocas cosas. Tenía que ser ágil. Rápido y frío.

Se había propuesto registrar lo más rápido posible los tres colegios de la ciudad que le faltaban y después devolver a los pequeños con sus padres. Casi consiguieron persuadirlo para que los llevara con sus progenitores, pero al final se salió con la suya. "Solo un par de días más", había prometido, así que no podía perder tiempo. Se acercó a la puerta, pero antes de salir estiró un poco el cuello para cerciorarse de que seguían bien: los dos se encontraban inmersos en la lectura en la suave claridad de la estancia. El tenue alumbrado no parecía constituir un óbice para aquellos inocentes y ávidos lectores.

—No abráis a nadie.

Ellos no respondieron, estaban demasiado inmersos.

Salió diciéndose a sí mismo que estarían bien. Casi sonreía. Casi.

¿Por qué hacía aquello? ¿Por qué un chaval de dieciséis años se dedicaba a jugarse la vida para recorrer los colegios? Los niños se lo habían preguntado, no con aquellas palabras, pero sus mentes despiertas sabían que el que los hubiera encontrado era casi un milagro. Porque es lo que está bien, así el mundo será un lugar mejor. Eso les había respondido y, tras sopesarlo por unos instantes, se dieron por satisfechos. Y esa era la realidad: después de ser ignorado por su familia y por sus compañeros, después de ser apartado del resto del mundo, Rubén se creó su propia realidad a partir de los libros, cómics y videojuegos. Construyó un mundo en su cabeza alejado de los demás, un paraje en el que todo se reducía a una cosa: la simple oposición entre el bien y el mal. La luz y la oscuridad. Después de tantos juegos de rol y miles de páginas de fantasía épica, sus pies dejaron de tocar la tierra. Terminó rehaciendo sus principios e ideas para adaptarlas a su nuevo mundo. Héroes, caballeros, brujos blancos, espadachines legendarios... eso fue lo que tomó como modelo a seguir, y eso implicaba un elevado concepto de justicia, un insigne ideal que muchos considerarían absurdo, ridículo, arcaico.

Desde su ventana vio como un mundo que no se sostenía acababa como tenía que hacerlo, con decadencia y muerte. Lo llamó "el Día de la Caída". Le sonaba bien, poético, elegíaco. El Día de la Caída, cuando los petulantes humanos perdieron su autoproclamada divinidad y comprendieron que no eran dioses. Entonces entendieron su fragilidad, la endeblez de su mundo, cayeron de sus pedestales, y se hicieron añicos.

Después de eso tomó una decisión y, cuando llegó el momento de la verdad, siguió su impulso. Era así de simple. Hizo lo que creyó correcto.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora