XX Carne desgarrada

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Al final si fue suficiente para llegar y al cabo de diez minutos ya se veían los altos postes de la estación de servicio. No había nadie a la vista, pero los dos tuvieron mucho cuidado de no hacer más ruido del necesario.

—¿Debería conseguir algo de comer? —dijo Martín.

—Tengo comida en el coche, pero eso nunca viene mal.

—Voy a echar un vistazo rápido mientras tú llenas el depósito —habló al tiempo que se dirigía hacia el interior de tienda.

—Ten cuidado.

Alberto no estaba seguro de que aquello fuera buena idea, pero no tenía ni idea de cómo estarían las cosas en la ciudad. Concluyó que era mejor prevenir. Lanzó una mirada distraída hacia cielo y vio con angustia como unas nubes negras se elevaban por encima de los edificios. Los recuerdos de una casa en llamas lo acechaban y no le extrañaría que la mitad de la ciudad estuviera calcinada.

Cuando terminó de servirse vio que Martín se dirigía hacia él con un par de bolsas cargadas. Masticaba algo con los labios estirados en una sonrisa.

—Necesitaba algo de chocolate —aclaró dándole un bocado a la tableta que tenía en la mano.

—Tengo que ir al baño —informó el otro. Era como si el ver el cartel con la silueta negra lo hubiera incitado.

—Ok —respondió su compañero de viaje mientras comenzaba a cargar el maletero.

Al abrir la puerta del servicio supo que algo no andaba bien. No vio nada raro y tampoco olía a nada que no fueran productos de limpieza mezclados con orina, pero el silencio era ensordecedor. No escuchaba nada, y eso era lo extraño. Ni el goteo de un grifo mal cerrado, ni el viento filtrándose por una de aquellas minúsculas ventanas, ni el sonido de un vehículo, ni el canto de un pájaro... nada. Aun así, se adentró en la penumbra.

Antes de utilizar el retrete se cercioró de que todos los cubículos estaban vacíos. No había nadie y, a pesar de eso, la sensación de intranquilidad persistió.

Al terminar, mientras contemplaba su rostro demacrado en el espejo, pálido, ojeroso, el resultado de sobrevivir durante seis días a base de vodka y cerveza, escuchó el grito:

—¡Alberto! ¡Vámonos! ¡Alberto corre!

Oyó los alarmantes avisos de su compañero con nitidez, pero de fondo se escuchaban otros alaridos en diferentes tonos. Alberto sabía muy bien quien los provocaba. Retornó a su mente la imagen del hombre en llamas con la boca desencajada, generando aquel sonido que encogía y aceleraba el corazón.

Salió presuroso para ver como varias figuras se dirigían hacia él por la carretera que llevaba a la ciudad. Del pelotón se había separado un hombre joven, de unos veinte. Este corría adelantado y le faltaban unos quinientos metros para llegar a la gasolinera, pero con la velocidad que llevaba, tardaría pocos segundos.

Alberto echó a correr hacia el coche y comprobó que su compañero ya se encontraba en él, arrancándolo. Se le pasó la cabeza la imagen de aquel hombre largándose con su única esperanza de salir vivo de allí, pero, por fortuna para él, Martín no era de esa clase de personas.

Ya casi había alcanzado la puerta y no vio lo que se le venía encima, lo sintió. Notó el golpe de sus manos en la espalda. ¿De dónde...? Otra criatura había aparecido por detrás de la estación de servicio y lo había cogido desprevenido, lanzándose contra él y derribándolo. Trató de patearlo a ciegas, pero solo consiguió apartarlo un poco. Tras eso, la criatura volvió a la carga con más fuerza. Alberto se giró en el asfalto para enfrentar a su atacante, pero no pudo repelerlo y...

... sintió como le desgarraba el pecho, como cada diente se abría paso a través de su carne, quemando, dibujando fuego, Un grito abandonó su garganta al tiempo que el dolor le recorría los nervios, atravesaba instantáneamente todas las conexiones y le conquistaba el cerebro. La mandíbula de aquella criatura casi se había cerrado por completo, arrancando un trozo de su ser.

Se terminó, pensó. Su vida se había terminado. Se negó a seguir luchando con una facilidad que posteriormente le asustaría. Pero su existencia no encontró el descanso en aquella gasolinera.

La cabeza del hombre que lo sostenía contra el suelo se alejó, tomo impulso para morder de nuevo, pero no llegó a hacerlo: desapareció de su vista en una milésima de segundo. Martín había golpeado al agresor en la sien con su enorme bota derecha y toda la energía que albergaba, y, como si de un balón de fútbol se tratara, la testa salió disparada cargando con el cuerpo. Después de eso, agarró a Alberto y lo levantó sin mucha dificultad, lo llevó hasta el coche y lo metió dentro con agilidad. Rápidamente, se subió al asiento del conductor y cerró la puerta poco antes de que unos dedos llegaran al cristal. Primero fue como una caricia en la ventanilla, pinceles que dibujaron surcos ocres sobre la transparente superficie, pero tras el primer contacto empezaron los golpes, y en pocos segundos el cristal se agrietó.

Martín no esperó a ver en que terminaba todo aquello. Pisó el acelerador y salió del lugar llevándose por delante a más de un cuerpo. El estremecedor sonido que provocaron los huesos al quebrarse tardó en desaparecer de la mente del joven.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora