VIII Colegio enfermo

1.3K 134 6
                                    

La persona que lo había ayudado era Adán, el profesor de gimnasia, quien parecía aún más perdido que él en medio de aquella situación. Pero por lo menos había conseguido cierta determinación y le impulsaba a actuar. Al hombre, de unos cincuenta y cinco, cabeza completamente lisa y bigote entrecano muy poblado, le temblaban las piernas. Tenía las gafas torcidas, lo que le deba un aspecto relativamente cómico.

Dejó a Alex sentado en el fondo de las escaleras del interior del edificio y, sin abrir la boca, volvió a salir. Regresó al cabo de unos instantes cargando entre sus brazos a un chaval sollozante. El niño debía ser unos años más joven que Alex y se estremecía cada vez que sorbía los mocos. Adán lo depositó con mucha delicadeza en el suelo y no tuvo que insistir mucho para que se sentara. Se quedó un momento para darle una suave caricia y desapareció tras la puerta de cristal para no volver jamás.

Antes de que se marchara, Alex pudo ver de refilón como una solitaria lágrima descendía por su rostro. Nunca lo había visto en aquel estado de desesperación, ni a ningún profesor... A lo largo de su corta existencia había visto a muy pocos adultos llorar...

Entonces se dio cuenta de que aún llevaba la mochila a los hombros. Se la sacó y la dejó a un lado mientras una imagen de su padre cobraba nitidez en su mente. Alex se encontraba en la sala de espera del hospital acompañado por sus abuelos y su tío, así como por otros familiares que apenas había visto durante su vida. La puerta del pasillo se abrió y apareció su padre con el rostro lívido, temblaba, e iba acompañado por una enfermera que el niño conocía y que en una ocasión le había dado una piruleta. Alberto acababa de esta con su madre y se acercó a él. Cayó de rodillas antes de llegar a su altura y Alex lo abrazó sin dudar, se aferró a su padre con todas sus fuerzas. El hombre hundió la cabeza en el pelo de su hijo y comenzó a llorar, escondiendo los sollozos y las lágrimas entre suaves y cortos cabellos con olor a jabón.

Alex, sentado en la escalera del colegio, no lloró. Una de las pocas cosas que tenía claras aquella mañana era que tenía que ser fuerte si quería volver con su padre. Se acercó al chaval que gimoteaba junto a él, le pasó un brazo por encima del hombro, lo acercó a su lado, bajó un poco la cabeza para encontrar su mirada y le susurró:

—Cálmate, todo irá bien. —Su voz sonó extremadamente dócil, con la boca convertida en un intento forzado de sonrisa a pesar de que tenía plena consciencia de la situación.

El eco de unos pasos en la parte superior de la escalera llegó a los oídos de ambos y se giraron al unísono para ver, en lo alto, a un hombre de pelo blanco acompañado por un profesor más joven. Alex supuso que los dos darían clase a alguno de los cursos más avanzados ya que venían del piso de arriba. Las aulas de la planta baja se reservaban para los alumnos más pequeños, como en la mayoría de colegios. Los mayores iban arriba. Alex solo subía hasta la primera planta cuando tenía inglés o música.

—¡Tenemos que salir por detrás! —chilló el hombre mayor—. Las puertas de la cocina ya deben estar abiertas. Alguien... ¡Hay que largarse de aquí! —concluyó con un tono cargado de altibajos, carente de constancia. Parecía que no se dirigía a su interlocutor, sino que hablaba consigo el mismo.

El más joven se detuvo a mitad del descenso con los ojos puestos en las mirabas inocentes que lo escrutaban desde el pie de la escalera.

—¿Pero... y los demás? ¿Cómo vamos a abandonar a los niños? —Parecía a punto de desplomarse allí mismo pues todo rastro de color había volado de su rostro.

—¿Los niños? ¿Pero es que no has visto eso? —preguntó el mayor volviéndose hacia su acompañante y acorralándolo contra la pared, asiendo su pechera con ambas manos. Estaba completamente ido—. ¡¿Lo has visto?! —gritó—. Están idos. Es una masacre. Son... monstruos, bestias... —Su tono se fue apagando hasta que se silenció por completo y su mirada se perdió entre los ladrillos amarillentos contra los que aprisionaba a su compañero—. No podemos hacer nada... —terminó susurrando. Lo soltó y se volvió sin mirarlo a la cara, avergonzado por su cobardía.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora