XXIII Subsuelo

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Llegó al sótano y encendió la luz, pues nunca había estado en aquel lugar. Su trabajo en el laboratorio se centraba en la investigación de las propiedades del virus a nivel microscópico, no realizaba estudios sobre como afectaba a los humanos. Por ese motivo, al ver a aquellos hombres, confusos, asustados y frágiles, en sus celdas, sintió todo el peso de su conciencia. Había al menos nueve sujetos, como pudo comprobar a través de los minúsculos cristales que había en medio de las puertas numeradas. Al fondo del corredor que discurría entre ellas se abría una sala diferente, con una mesa junto a la pared anexa a la entrada, una serie de monitores y algunos documentos dispuestos sin orden ni concierto. Edgar supuso que era la habitación de toma de datos. Allí se anotaban los comportamientos y los cambios sufridos tras la inoculación. En esa estancia había una sección en la que se guardaban los medicamentos para tratar el dolor y la fiebre, y en una cápsula azul con forma ovoide y de aspecto inofensivo se encontraba el virus. ¿Cómo el destino de tanta gente podía estar contenido en aquel minúsculo recipiente? Edgar estuvo tentado de romperlo, pero su mente se vio atravesada por un lúgubre pensamiento: Gilito ya tenía en su poder una muestra del virus, y si quisiera podría reproducirlo. De lo que carecía era del antivirus, eso era lo realmente importante para evitar que desatara una pandemia a nivel mundial. Edgar creía que aquel hombre sería incapaz de infectar a toda la población si él mismo podía caer enfermo. Seguramente lo que buscaban los hombres que se encontraban en el edificio era la pequeña cajita que tenía Ed en el bolsillo. Tras llegar a esta conclusión, guardó a Lyssa, apagó las luces, se agazapó contra una esquina de la habitación, oculto tras la mesa, y aguzó el oído.

En el tiempo que permaneció escondido, escuchando únicamente los latidos de su corazón, pensó en lo que haría si sobrevivía. Tenía que encontrarse con Martín en dos meses, un periodo en el que seguramente sería perseguido, y durante el cual haría llegar el virus a algún organismo competente que lo analizara y comunicara al resto del mundo la gravedad de la situación. Sí, eso era lo que haría. Tenía en su poder la prueba que podía evitar la catástrofe.

Cuando los pasos que descendían por la escalera se oían más claramente, contuvo la respiración y permaneció completamente quieto. Por la forma de pisar dedujo que su perseguidor era una persona joven y ágil, pues llevaba bastante velocidad. El individuo no tardó en entrar en el pasillo que se extendía entre las celdas. Ed supo esto porque su andar se hizo más lento y sigiloso, parecía que se detenía. Quizás se paraba a mirar por los cristales, para ver si Edgar se escondía en una de aquellas habitaciones.

La luz de la sala en la que se encontraba escondido el joven investigador se encendió y creyó que lo habían descubierto, por lo que se deslizó aún más profundo debajo de la mesa. Por suerte para él, el escritorio se encontraba junto a la entrada y el perseguidor no se molestó mucho en registrar la estancia, simplemente rebuscó unos segundos en el compartimento de muestras y se marchó golpeando el interruptor al salir.

Ed salió de su escondite y, escudándose contra la pared, asomó la cabeza. Entonces lo vio. Su perseguidor era un hombre espigado, delgado, no tan joven como había juzgado. Su rostro era ancho, rojizo y marcado por una fea cicatriz. Desde su escondrijo, el chico pudo ver como se llevaba el móvil a una oreja al tiempo que seguía comprobando el interior de las celdas sin necesidad de colocarse de puntillas. Con la mano levantada se podía ver la funda de pistola que llevaba en el cinturón. El joven tragó saliva y pensó irónicamente en su compañero Martín y su habilidad para identificar armas. Él seguramente sabría decirle de qué modelo se trataba.

—No, nada —contestó a su interlocutor con una voz aguda e irritante. Fue intercalando silencios durante toda su conversación telefónica—. Tampoco. ¿Y vosotros? Sí, es lo que yo creo. Ahora estoy acabando con eso —dijo mientras colocaba algo ente las puertas cuatro y seis, allí donde se alzaba un pilar del edificio—. Sí, en cada piso. Me sigue pareciendo demasiado. Ya. Ok. Terminé. Dame dos minutos para salir —y dicho esto echó a correr escaleras arriba.

Edgar se acercó al lugar en cuanto el hombre hubo desaparecido. Aunque solo había visto artilugios similares en las películas, estuvo seguro de que se trataba de una bomba. Era una caja negra completamente lisa con cuatro remaches en las esquinas, pero sin cables rojos, ni azules, ni cronómetros. La había adherido al cemento con alguna clase de adhesivo.

Su cuerpo entero vibró. Había dicho dos minutos, así que ese era el tiempo mínimo con el que contaba. Miró el reloj y consideró correr por su vida, pero lo reconsideró rápidamente: si todo volaba por los aires, los reos morirían. Caviló un segundo en su propia hipocresía, capaz de ignorar el hecho de que los mataran lentamente mediante una infección, pero incapaz de dejarlos morir de forma rápida en una explosión. Lo que había leído sobre los experimentos de Milgram lo iluminó, como el foco de un helicóptero en una persecución policial, dejando al descubierto su miedo, su cobardía.

Recorrió puerta tras puerta comprobando los historiales que había junto a ellas. Solo uno de los reclusos estaba limpio, no era portador del virus: el de la novena cámara. Se le pasó por la cabeza verificar los presos en los que la infección aún no se había desarrollado, a quién podía salvar con lo que tenía en el bolsillo, pero se vio superado por las circunstancias. Abrió una única puerta y gritó al hombre que había dentro:

—¡Corre! ¡El edificio va a explotar!

No esperó ni a ver la expresión que se dibujaba en su adormecido rostro, simplemente salió corriendo y susurrando a nadie en particular un "lo siento", mientras los condenados se acercaban a las puertas de sus celdas alertados por el grito.

Primer MordiscoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora