Las vacaciones del 2009 estaban siendo increíblemente calurosas, como si la preocupación por el calentamiento global y el efecto invernadero se hubieran materializado en una canícula que trataba de advertir al mundo: "Estamos aquí. Ignoradnos y sufriréis". Una ola de calor arrasó Centroeuropa a finales de julio y se llevó por delante a decenas de personas. Era un bochorno que se salía de las escalas y batía todas las máximas históricas.
Fue en ese insoportable periodo en el que a Edgar se le ocurrió invitar a un grupo de amigos a una casa que tenía cerca de la playa. El lugar se encontraba en las afueras de un pequeño pueblo del norte. La vivienda había pertenecido a su familia desde su construcción, pero fue restaurada en varias ocasiones y presentaba un aspecto de lo más saludable. Constaba de un par de pisos amplios, con una espaciosa terraza trasera para tomar el sol y desde la que una podía contagiarse de la esencia del mar. También contaba con un pequeño jardín delantero con algo de bambú y una o dos palmeras. La parcela trasera era bastante grande y estaba rodeada por una alambrada lo suficientemente alta como para que la pareja de perros de la familia no se escapara. En aquel momento era una extensión vacía, ya que los animales se habían ido con los padres de Edgar.
Martín, como no, fue también invitado, pero llegó el último, un poco rezagado pues no había conseguido que le dieran vacaciones antes. En aquella época tenía un trabajo temporal como repartidor que acabó abandonando al no ser capaz de compaginarlo con las clases.
Aquellas vacaciones fueron un vórtice de fiesta continua en la playa, cerveza, tardes de juegos de cartas y paintball.
La casa permaneció ocupada durante casi un mes, pero al final solo quedaron Edgar y Martín. Los demás integrantes del grupo fueron regresando a regañadientes a sus respectivos puestos en la sociedad.
—¿Ahora me enseñarás? —dijo Edgar mientras despedían con la mano a los tres últimos compañeros.
Martín bajó el brazo y lo miró con una sonrisa.
—Yo te puedo dar un par de trucos, pero después necesitas práctica —le surcó el pelo con los dedos—. Mucha práctica.
—Ya, ya. Tú ibas a una galería de tiro con tu padre doscientas veces al mes —contestó fingiendo hastío y tratando de picarlo.
—Iba dos veces por semana. A veces tres. No son doscientas, pero en el paintball no puedes hacer nada contra mí.
—Creído —lo reprendió con diversión su compañero mientras regresaban al interior de la propiedad.
—La humildad es una de las pocas formas de mentir que no me gustan.
Edgar lo miró entornando los ojos.
—Siempre dices lo mismo —lo acusó aburrido.
Martín echó un vistazo al salón antes de volver a abrir la boca.
—Deberíamos recoger un poco esto.
—Deberíamos... —dejó en el aire poniéndose manos a la obra.
Cuando terminaron las labores de limpieza y acondicionamiento salieron a la parte de atrás del jardín y colocaron media docena de latas de cerveza en un pequeño promontorio.
—La postura da un poco igual. Relajada, no puedes estar en tensión. Los pies algo separados, bajo los hombros, y el torso levemente inclinado hacia atrás. —Ejemplificaba su disertación moviéndose lentamente y haciendo pequeñas pausas—. Lo más importante a la hora de disparar es controlar la respiración. Con la experiencia puedes calcular el retroceso, la resistencia del gatillo o la desviación del arma, si la tiene, pero un sesenta por ciento es respiración. Eso solía decirme mi padre. —Colocó la culata contra el hombro, dirigió el caño hacia uno de los objetivos, y cerró un ojo—. Tomas aliento, apuntas bien, expulsas el aire lentamente y cuando sientes que se te acaba...

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Primer Mordisco
Terror«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...