—Gracias. Martín —dijo secamente tendiendo la mano.
—No es nada. Me vendrá bien la compañía —le estrechó la mano y terminó la presentación—. Alberto.
—Encantado, pero no creo que yo pueda darte mucha compañía —respondió de forma lúgubre.
—¿Por qué? —se interesó.
—Llevo bastante tiempo vagando solo, sin hablar con nadie —le dirigió una mirada carente de emoción a través de unos ojos del color más extraño que Alberto había visto: eran de un gris oscuro, sin restos de azul. Asoció rápidamente esa tonalidad con el color de una ciudad, del cemento—. Todos me miraban como si estuviera loco...
—No te preocupes. Yo me desperté anoche tras una semana difícil... —Trató de apartar los recuerdos de su mente—. Aún estoy asimilando lo ocurrido. Pero tengo que ir a la ciudad...
—¿Vas a la ciudad? —dijo tratando de ocultar su incredulidad.
Asintió.
—¿Puedo preguntar por qué? —inquirió con cautela.
—Busco a alguien —se limitó a responder.
—Entonces como yo —habló con una sonrisa.
—¿También tienes familia allí? —preguntó Alberto mientras apartaba la mirada de la carretera un segundo, el tiempo justo para interrogar a Martín con ella.
—No, yo voy más al norte. Me dirijo a un pueblo que hay en la costa. No está muy lejos. He quedado allí con alguien antes de que esto ocurriera... —el ambiente se cargó de repente, se hizo más espeso.
Alberto dudó un momento antes de hablar, pero acabó formulando su cuestión.
—¿Cómo...? —tragó saliva—. ¿Cómo ha pasado esto? Quiero decir, ¿cómo empezó? He escuchado la radio, pero las emisoras se contradicen. No me fío de lo que dicen.
El aire empeoró, se volvió más denso aún, y Martín enterró la vista en su regazo, donde sus manos reposaban entrelazadas.
—No sé muy bien como fue. En el pueblo donde yo me encontraba el impacto de la infección, como la llaman los medios, fue mínimo. Solo se dio un caso...
—¿Quieres decir que un muerto se levantó y comenzó a caminar sin más?
—No —dijo al tiempo que negaba con la cabeza—, no es tan simple. ¿Has visto algún zombi?
—Sí, un grupo me rodeó anoche.
—Eran lentos, torpes, no sangraban...
—Sí, de ese estilo. Ah, y también me atacó un demente —ambos se silenciaron un momento—. Creo que por eso te he dejado subir al coche. En estas situaciones es fácil perder la cordura.
Martín supuso que su acompañante no tenía ni idea del funcionamiento del virus. Seguramente muy pocas personas lo sabrían y en la radio no habrían dicho nada. Decidió explicárselo sin entrar en detalles, para evitar sospechas.
—No, esos locos no son naturales. —Alberto lo miró desconcertado—. No me entiendas mal, lo que dices tiene lógica. Cuando la gente soporta mucho estrés, cuando se ve en situaciones extremas, acostumbran aparecer trastornos psicológicos... —calló un momento y negó con la cabeza—. Pero el hombre que te atacó a ti no estaba loco. No, me temo que es más grave que eso. Estaba infectado. No sé muy bien cómo —mintió—, pero en el lugar donde yo estaba un hombre enloqueció de repente y empezó a asesinar vecinos. Para cuando lo habían detenido ya había matado a siete personas...
—¿Cómo? Eso es horrible... —dijo surcando el pelo con los dedos—. Pero, ¿qué me dices de los zombis? ¿De dónde han salido?
—No me preguntes cómo, pero las personas asesinadas se levantaron al cabo de un tiempo... Por cierto —habló tranquilamente, como si le estuviera pidiendo la hora—, ¿te han herido? Un arañazo, una mordedura, una gota de sangre en la boca o en alguna herida, algún fragmento de tejido enfermo... —se detuvo.
—No. Conseguí despistarlos.
—El virus es muy contagioso. He visto con mis ojos lo que puede hacer —dijo esto pareciendo más compungido de lo que en realidad estaba.
—¿Y por qué nadie nos ayuda?
—Miedo, temor al virus, esa amenaza de la que se habla en las noticias, la de los bioterroristas... —Esperó a que Alberto le confirmara que sabía de lo que hablaba—. ¿Quién sabe? No quieren precipitarse al enfrentarse a algo que desconocen, supongo. —Algo que a mí me resulta demasiado familiar.
Martín no podía decirle a cualquiera que él era uno de los responsables de aquella masacre. Todavía no. La conciencia le había impedido dormir durante los últimos días y apenas comía, se pasaba el tiempo tratando de dar con una solución. Su imagen por aquel entonces debía de ser bastante pobre, por lo que le extrañó más que aquel hombre se dignara a recogerlo.
Alberto comenzó a sospechar que su acompañante sabía más de lo que decía, percibía un aura de calma extraña, como si la situación no le afectara tanto, pero se mantuvo cauteloso y en silencio. Debería haber una buena razón para que no quisiera compartir con él sus conocimientos.
En el silencio reinante en aquel momento dentro del coche los sobresaltó a ambos el sonido de pitido agudo y artificial.
—Mierda —dijo Alberto.
—Sin combustible —habló Martín que había visto parpadear la luz de la reserva del coche—. Si no me equivoco había una gasolinera cerca de aquí, en las afueras de la ciudad.
—Sí, pero no sé si tendremos bastante gasolina...
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Primer Mordisco
Horror«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...