El chico arrancó la catana desgarrando un poco más el cuello de su víctima y observó el filo manchado, hipnotizado, hechizado por aquella sensación de alivio y pena. La había matado. Había matado a aquel ser como en una ensoñación y, ahora que despertaba, notaba las mejillas húmedas. Trató de protegerse, de justificar sus actos. Ya estaba muerta. Era ella o yo. Lo he hecho en defensa propia. Solo es el primero, a partir de este momento todo será más fácil... Pero la duda lo carcomía por dentro. ¿Y si había cura? ¿Eso lo convertía en un asesino?
De repente se sintió un poco hipócrita y muy cansado. Enjuagó las lágrimas con una manga y se acercó a la puerta que había sido aporreada por los zombis. Notó movimiento a su izquierda. Las criaturas que había atropellado se revolvían bajo la pila de botellas, pero Rubén no se sintió con la fuerza suficiente como para rematarlas, así que, nervioso y asustado, llamó a la puerta:
—¡Abre rápido! —su voz sonaba tomada. Se la aclaró.
Nadie respondió, pero en el interior hubo algo de movimiento.
—¡Abre, joder! —aporreó la puerta—. ¡Tenemos que huir! ¡No hay tiempo!
Sintió pasos de alguien al otro lado. Se acercaba. Dejó un par de metros de espacio y esperó con toda la paciencia que le quedaba. Estaba emocionalmente cansado y lo que le pedía su cerebro era descargar algo de ira contra la puerta. No tuvo que hacerlo, pues, antes de que pudiera actuar, esta se abrió y asomó la cabeza de una mujer. Aparentaba unos cuarenta, pero debía tener alguno menos. El pelo enmarañado y sucio, la cara desinflada y pálida, y las ojeras la hacían parecer mayor. Con desconfianza, miró a ambos lados antes de abrir por completo y mostrar a un niño pequeño, de unos cinco años, con la boca marcada por un contorno marrón. Chocolate.
—¿Quién eres? —preguntó la mujer con una voz vibrante y aguda que hizo suponer al joven que había sido ella la que había gritado.
—Más tarde. Ahora tenemos que irnos —dijo haciendo un gesto con la mano para señalar el lugar donde los zombis se retorcían y gemían entre botes aplastados.
La mujer obedeció y cogió al niño, acunándolo contra su pecho.
—¿Necesitas ayuda? —interrogó Rubén, pero ella negó con ímpetu.
No confía en mí.
Salieron del supermercado esquivando el cadáver que había junto a la entrada. Rubén trató de no mirar, pero tenía el rostro de aquella mujer grabado en la retina, no necesitaba ningún recordatorio. Al menos por el momento.
—Cierra los ojos —le dijo la mujer al pequeño cuando pasaban por delante de los ventanales de la puerta.
El niño obedeció, pero ella mantuvo la mirada en una rendija y no pudo evitar tragar aire con sonoridad cuando la luz del día le llegó al rostro. Le resultaba bastante doloroso.
Rubén, en un primer momento, creyó que era para que el pequeño no viera el cuerpo de la mujer que yacía en el suelo. Quizás no se equivocaba del todo. ¡Qué estupidez! Como si quedara un solo rincón puro por aquí.
—¿Qué pasa? —preguntó el pequeño.
—Nada, pero no abras los ojos de golpe. Tienes que hacerlo poco a poco —dijo tiernamente—. ¿Podrás?
El pequeño asintió e hizo caso a la mujer. La humedad empañó su mirada y empezó a bajarle por las mejillas en forma de lágrimas involuntarias.
—Duele...
—Hasta que te acostumbres —concluyó y le besó la frente con suavidad. Se dirigió a Rubén—. ¿A dónde vamos ahora?
Este registró la calle con dos rápidos movimientos y comprobó con alivio que nadie había acudido todavía al grito de la mujer. En cuanto a la pregunta, él también se la había hecho. Podría darles la dirección y visitar el colegio esa misma tarde, pero no quería dejarlos solos. Además, había perdido demasiado tiempo y, a pesar de que siempre dejaba bastante margen para regresar, no estaba seguro de poder llegar a su piso antes de que la noche se le echara encima.

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Primer Mordisco
Korku«Aquel día cambio la vida de mucha gente, las vidas de todos nosotros. Nos desvió, pero... De alguna manera también nos dio impulso. Como un tsunami, como... Somos como réplicas de un terremoto. Cada uno de nosotros vibra, se mueve impulsado... impu...